Darío de Regoyos, Microcosmos de irrealidad
Los polluelos, h. 1912. Óleo sobre lienzo, 55 x 46
Entre los pintores españoles de su tiempo, Darío de Regoyos siempre ha ocupado un lugar aparte. Como explica muy bien Valeriano Bozal en su texto para el catálogo de esta exposición, Regoyos tuvo desde muy pronto el aura (para otros, el estigma) de pintor sencillo, naïf, casi infantil. Nunca demostró, desde luego, las grandes pretensiones de algunos de sus contemporáneos: no le tentaba el virtuosismo efectista de Sorolla, ni las ambiciones de Zuloaga de emular al Greco o a Velázquez, ni la extravagancia decorativa de Anglada. Y quizá por eso sobrevivió mejor al diluvio del siglo XX, y se conserva mucho más joven que ellos.Esta gran exposición, cuyo comisario es Juan San Nicolás, sin duda el mejor conocedor de la obra de Regoyos, tiene sobre todo la virtud de sacar a la luz muchos cuadros de colecciones particulares, algunos de ellos inéditos, y nos revela en el pintor una diversidad inesperada de estilos, de lenguajes que se desarrollan paralelamente. Regoyos fue extremadamente sensible a la región y al momento en que pintaba. Sus tempranos paisajes belgas, esas visiones brumosas o crepusculares que recuerdan a veces al primer Van Gogh y a veces a Le Sidaner, destilan toda la melancolía y el misterio de la literatura de fin de siglo. Pero al mismo tiempo, Regoyos pintaba, en sus visitas a Madrid y a Toledo, las calles a pleno sol, bajo una luz dura y cegadora (una luz que él odiaba). Luego vendrían los temas pictóricos de La España negra; pero el Regoyos tétrico de las Víctimas de la fiesta, con la imagen atroz de los caballos muertos, de una crueldad casi solanesca, era el mismo que exponía cuadros felices de luminosidad impresionista o neoimpresionista. La elocuencia triste de las viejas iglesias y las procesiones nocturnas se mezclaban con visiones exultantes como El aguacero (bahía de Santoña), donde el barco de vapor bajo el gran arco iris simboliza una modernidad reconciliada con la naturaleza.
Lo que permanece constante en Regoyos es precisamente su capacidad para variar su mirada sobre las cosas, para experimentar con el modo de verlas. Para eso le sirven las variaciones de la luz: el mediodía y el crepúsculo, el claro de luna y la luz eléctrica. O la variación del punto de vista: frontal u oblicuo, bajo o elevado. La naturalidad de Regoyos, su manera sencilla de pintar las cosas, esconde una asombrosa capacidad de extrañamiento, de mostrarnos el mundo bajo aspectos insólitos. A veces encontramos en sus cuadros una sensación inquietante que se anticipa a la pintura metafísica. En una plaza desierta, en unas sombras alargadas, en una perspectiva extraña como la de Viento Sur (1885), con su hilera de mujeres de negro. Hasta sus pinturas de aire más inocente implican una forma de extrañamiento. Como la visión, tantas veces repetida, de una aldea contemplada desde arriba y que aparece diminuta junto a la mole de una montaña. Donde las casitas, los árboles, la torre de la iglesia, el tren que cruza por el puente, componen un microcosmos irreal, un extraño mundo de juguete.