Allá en febrero, cuando Rem Koolhaas presentó en el Guggenheim neoyorquino la exposición Countryside: The Future, no fueron pocos quienes la tildaron de boutade, una más en su trayectoria, y señalaron la paradoja que suponía que el arquitecto, quien había empezado su carrera glosando la densidad de Manhattan, girase su mirada al campo en ese mismo lugar. Pero si equivocarse es tener razón por anticipado, el augurio agreste de Koolhaas haría diana un mes más tarde, según crecía al son del coronavirus nuestra inquietud por el avituallamiento de los mercados o cuestionábamos el porvenir de las ciudades. Y es que, de haber seguido con lo previsto, esta crónica iría de la cancelada Bienal de Venecia o del Pritzker a Farrell y McNamara, cosas que valen de poco en un mundo en pausa. Tocará así reseñar 2020 por duplicado: la primera vez, esta, con todo su surrealismo; y de nuevo en 2021, cuando intentemos ponernos al día.
Dice mucho de los últimos 12 meses el que la arquitectura más relevante fuese de todo menos nueva: nuestras casas
Ahí encontrarán su hueco museos ya terminados, caso del Depot de los holandeses MVRDV en Róterdam o del Munch en Oslo, de la oficina española Estudio Herreros, intactos aún hasta que haya quien los visite. En realidad, dice mucho de los últimos 12 meses el que la arquitectura más relevante fuese de todo menos nueva: nuestras casas. En España y durante el confinamiento fueron también oficinas o gimnasios, cuando no plateas vespertinas, y tan deficientes en tantos casos que la decisión del gobierno de quintuplicar su presupuesto en vivienda resulta casi fatalista: nos esperan años telemáticos.
La mala calidad de nuestros hogares no es lo único que hemos descubierto y ya sabíamos. El homicidio racista de George Floyd a manos de unos policías en Mineápolis reverberó, a finales de mayo, en una indignación global, justa en sus reivindicaciones e irreflexiva en su iconoclastia, que arrambló hasta con estatuas de Cervantes. Son revisiones de un pasado en el que la arquitectura, como enseña la eterna polémica de nuestro Valle de los Caídos, debería calibrar cuánto tiene de ofensa y cuánto de patrimonio. Mientras no caigan las piedras, lo harán las reputaciones: Philip Johnson, autor entre tantísimas obras de las Torres KIO en Madrid, será repudiado por el MoMA, cuyo Departamento de Arquitectura fundó, y por Harvard, su alma mater, a causa de sus devaneos nazis de juventud. No deja de resultar llamativo que, pese a que esos hechos fuesen bien conocidos en vida del arquitecto, fallecido hace ya 15 años, sea ahora cuando ambas instituciones los hayan considerado inconvenientes. Si las virtudes públicas deben corresponderse con las privadas, quizá precisen de un menor grado de cinismo.
Las pérdidas marcan inevitablemente el curso. Se despidieron el legendario utopista Yona Friedman y Federico Correa, maestro de la Barcelona sofisticada. Su amigo y colaborador en el Estadio Olímpico Vittorio Gregotti fue una de las primeras bajas de esta pandemia que se llevó asimismo al profesor Carlos Martí o al crítico estadounidense Michael Sorkin. En cualquier otro momento hubiese destacado más la jubilación de Richard Rogers tras medio siglo de hitos visionarios, del Pompidou a nuestra T4 de Barajas, desierta en estos tiempos. No puede ser casual que esos mañanas se queden huérfanos en un año famélico de futuro, porque todos, probablemente sin excepción, querríamos volver a como estábamos en enero.