La historia del arte en cueros: ¿es la representación de los desnudos una vulgaridad?
- La exposición del Museo Carmen Thyssen de Málaga recorre la historia de los desnudos en un siglo, desde 1870 evidenciando sus diferentes percepciones.
- Más información: Suzanne Valadon, una pintora desnuda y libre recuperada para la historia del arte
Siempre atractivos, idealizados o bien denigrados, incluso pornográficos. A lo largo de la historia occidental la representación de desnudos ha discriminado qué se consideraba arte y su función normativa, distinguiendo el buen gusto de la vulgaridad hasta definir nuestra civilización por su racionalidad y sus principios éticos.
Bajo el orden del clasicismo, los perturbadores orificios se clausuraron y se minimizaron los genitales, utilizando toda clase de subterfugios mitológicos, alegóricos e incluso religiosos para la personificación de desnudos que parecían habitar otra dimensión, ajenos a su contemplación.
Hasta la ruptura de la Modernidad. No es casual que el arte moderno arranque en 1860 con los escándalos ante el Desayuno en la hierba y sobre todo, la Olympia de Manet, con evidente eco de la Maja desnuda del genial Goya, que acabaron con cualquier decoro.
Estas desnudadas nos miran directamente, parecen mujeres de su tiempo y, por eso, desafían el abismo entre la representación normativa de los desnudos y los cuerpos reales.
A esta primera y decisiva ruptura le seguirán tantas otras: de pincelada y color, de materiales y texturas en el caso de la escultura, en suma, de composición, temas y estilos al albur de sucesivos ismos; graduales, con avances y retrocesos, precisamente en lo que había sido su espoleta.
Todo esto se muestra en esta interesante exposición que abarca un siglo, desde 1870, con más de medio centenar de artistas y una selección de casi noventa piezas: pinturas, esculturas, dibujos, estampas y fotografías, procedentes de colecciones institucionales y privadas.
Sus comisarios Bárbara García y Alberto Gil, jóvenes conservadores del Museo Carmen Thyssen de Málaga, no se cansan de reiterar los condicionantes históricos, culturales y religiosos de un país entonces “tan pacato”. Pero no creo que, partiendo de la resistencia del academicismo, como se hace aquí, haya tanta diferencia en el tratamiento del desnudo respecto a otros países en la periferia de París, entonces la capital del arte.
A comienzos de los años 30 la masculinidad es también la diana a la que apuntan los lenguajes rupturistas
Ni siquiera el nacionalcatolicismo que padecimos en España –pero recordemos, también Grecia, Portugal, por no mencionar Italia, Alemania y sus invasiones incluida la Francia de Vichy, la URSS y sus satélites– puede justificar el traspiés del montaje en la tercera sala, donde volvemos a retroceder hasta el siglo XIX en un planteamiento que, por lo demás, transcurre cronológicamente.
Más definición en las secciones y un buen uso de cartelas explicativas comunicarían mejor a los visitantes lo que, por otra parte, es un trabajo concienzudo que sí se refleja en el estupendo catálogo, al que se han sumado Estrella de Diego y Carlos Reyero, ofreciendo con sus referencias un panorama completo de lo que los comisarios anuncian solo como un posible itinerario. Y que, en definitiva, presenta un paseo más que entretenido, con cuestiones importantes, piezas curiosas y obras muy relevantes de artistas españoles.
Una cuestión que planea en todo el recorrido es que históricamente el desnudo ha sido masculino. Desde los kuroi de la antigua Grecia, aquí aludidos con el bello Torso de un joven Chillida, la masculinidad siempre ha encarnado el canon.
Como puede comprobarse al inicio de esta exposición, con los ejercicios normativos de Isidoro Lozano, José Garnelo y el aprendiz Picasso en las academias decimonónicas en nuestro país que, por decoro, carecían de modelos femeninas. A quienes responden los viejos retratados por Mariano Fortuny, Joaquín Agrasot y Pinazo, cuya iluminación subraya el paso del tiempo en los cuerpos mortales.
A comienzos de los años treinta, la masculinidad es también la diana a la que apuntan los lenguajes rupturistas de pintores como Josep de Togores y José Moreno Villa. Y, además, otros que salen del armario, como Gregorio Prieto, rodeado de escayolas y muñecos articulados, y el orientalista Gabriel Morcillo, con su untuoso Dios de la fruta.
En su extremo opuesto, estarían los penetrantes dibujos y aguadas del escultor Ismael Smith, que imprimió dignidad a hombres y mujeres de otras etnias. En cuanto al desnudo femenino, después de la interesante contraposición entre los desnudos postrados e irreverentes de la joven Aurelia Navarro y del ya maduro Julio Romero de Torres, la gran tela de una Sibila nocturna con un pecho al descubierto de Anglada-Camarasa –¡tan moderna que podría ser actual!–, da paso a tendencias de retorno al orden en las décadas 20 y 30, como el noucentisme de las mujeres con cántaros de Teresa Condeminas y la nueva objetividad, con la Arquera de Rafael Pellicer.
Porque la risa y la alegría siempre acompañan a la insurrección, también me parecen remarcables los bocetos de modelos de Miró; los apuntes muy sueltos de Menchu Gal en plena sesión de academia como si estuviera charlando con ellas; y la estilización radical de figuras desnudas en la Estrella de mar de Maruja Mallo durante su exilio.
En un final precipitado, donde junto a Juan Hidalgo y Eduardo Arroyo debieran estar Esther Ferrer y las artistas pop, se propone como conclusión provisional la cancelación del desnudo con abstracciones de Antonio Saura y Joan Miró, en las que cuerpo y rostro desaparecen. En 1977, España pasará a ser un Estado democrático y los desnudos, antes prohibidos, acapararán la cultura visual, en revistas y a través del cine del destape.