En España hay una sola obra, fabulosa, de Frans Hals (Amberes, h. 1582 - Haarlem, 1666): el Grupo familiar ante un paisaje del Museo Thyssen, que es una de las piezas estelares de esta exposición. No hemos tenido ninguna monográfica dedicada a él y nos hemos debido conformar con contados retratos en colectivas en el Guggenheim, el propio Thyssen o el Museo del Prado, que trajo además como “obra invitada” La compañía del capitán Reijnier Reael (finalizada por Pieter Codde), otro de los hitos en la presente muestra. Así que la reunión ahora de cincuenta pinturas suyas nos sabe a gloria.
Hals nunca fue olvidado en Haarlem, donde el museo que lleva su nombre conserva cinco de los seis retratos grupales que pintó de las milicias ciudadanas y los tres de regentes de asilos, que casi nunca presta, por lo que tener dos de ellos aquí es un triunfo. Pero sí, relativamente, en el resto del mundo, hasta que en el último tercio del XIX los impresionistas empezaron a peregrinar a esa ciudad para estudiar su técnica desdibujada y sus negros, que incorporaron, con los de Velázquez o Goya, al estilismo de la modernidad. Por allí pasaron Courbet, Sargent, Van Gogh o Whistler pero también Regoyos (ya en 1883) o Sorolla (en 1903). No solo les atraía su estilo; Hals había puesto rostro(s) a una burguesía republicana, participativa y autosuficiente que no escondía su apego al mundo material.
Escribió Van Gogh que Hals “jamás pintó un Cristo, una anunciación a los pastores, ángeles o crucifixiones y resurrecciones; jamás pintó mujeres desnudas voluptuosas y bestiales. Hizo retratos; nada más que eso”, enumerando a continuación, con palabras ardientes, los tipos humanos que eternizó.
Posar para Hals era una patente de estatus. Solo en los retratos de grupo efigió a unas cien personas
Aunque no hay entre ellos reyes o personajes de gran relieve político –sí ricos negociantes con peso en la economía global– “encarnan” de manera muy precisa un momento histórico, en un lugar. Haarlem duplicó su población durante la larga vida de Hals gracias a la emigración desde Amberes y las áreas en las que España fue más inclemente. La producción textil o cervecera y el comercio internacional hicieron correr el oro por sus calles y generaron clientela para las artes. Posar para Hals era una patente de estatus.
Solo en los retratos de grupo mencionados efigió a unas cien personas, y no es disparatado estimar que pintó cerca de doscientos individuales. Y son “nada, nada más que eso”, cuerpos: la rica cultura material y el entorno natural, tan importantes para el desarrollo de los géneros del bodegón y el paisaje en Holanda, apenas asoman en algún detalle o algún fondo. Siempre de medio cuerpo –solo el ampuloso Willem van Heythuysen tiene piernas aquí– y sobre fondos neutros, son sus poses, sus expresiones y sus vestimentas las que definen las personalidades, con muy raras referencias a las trayectorias públicas. Apenas importa que conozcamos o no sus nombres.
Hals no persigue la penetración psicológica y es significativo a tal respecto que su único autorretrato identificado sea el que se integra en el grupo de Oficiales de la Milicia de San Jorge (1639), de la que formó parte. Aunque en los retratos de amigos vemos desenfado y atrevimientos, los clientes se muestran por lo general decorosos, satisfechos de sí mismos y, como mucho, joviales; solo en las obras tardías –expuestas en la última sala, incluyendo el grupo de regentes masculinos del asilo de ancianos, que tira a Rembrandt–, en las que como no pocos artistas viejos desdeña más que nunca el acabado, nos alcanza un aire de tristeza. Hay algunas posturas reiteradas, como la llamada del “codo renacentista” (proyectado hacia el frente, en semiperfil) pero en los grupos y en los retratos más libres Hals ensaya nuevas actitudes y gestos que por su “instantaneidad” parecen incompatibles con una sesión de posado convencional.
La vivacidad que siempre se le alabó se combina en los grupos familiares, a los que se dedica un capítulo en la exposición, con muestras de afecto infrecuentes en la pintura de la época, como vemos en la bella pareja en un jardín del Rijksmuseum, que quizá retrata a Isaac Massa, uno de sus mejores clientes, cuyo rostro aparece en otros dos cuadros que flanquean a este. Además, los comisarios han reunido efímeramente a algunos matrimonios que el mercado del arte había separado.
[Herrera el Mozo, el polémico e ingenioso artista que fue ignorado por Velázquez]
Aunque murió pobre, Hals vivió muy bien durante décadas de sus encargos. Pero completaba ingresos con la enseñanza en un activo taller –al cual se unieron cinco de sus catorce hijos– que producía además copias de sus “tipos populares” para la venta libre, de las que se nos ofrece un buen compendio. Frente a las clásicas escenas de género –domésticas o de parranda–, él pone el acento, en sintonía con los caravaggistas de Utrecht, en figuras individuales que enriquecen su gran fresco humano: músicos, bufones, prostitutas, gentes de taberna, niños de la calle, pescadores… casi todos sonriendo o riendo abiertamente, algo tan difícil de pintar y, para los teóricos, tan poco digno.
Hals no juzga ni desprecia; celebra las manifestaciones de alegría, muy raras, de nuevo, en el arte de su tiempo. Lo demuestra su modernísima Malle Babbe, que padecía alguna enfermedad mental.
A la exposición, que se limita a juntar los retratos por fechas y tipologías, le falta contexto: recurran a las salas del museo, en las que cuelgan otras dos obras del artista. Quizá el público británico no la anhele, porque Hals está bien representado en sus colecciones y, sobre todo, porque hace solo dos años la Wallace Collection, dueña del icónico The Laughing Cavalier, organizó una muestra de trece retratos masculinos, de los que once repiten aquí. Pero, cuidado, que hacía tres décadas que no eran convocados tantos fantasmas de Haarlem. Tan vivos.