Aunque esta exposición tiene una importante vertiente de investigación, que será valorada por especialistas, hay otra, sin duda, “para todos los públicos”. La primera tiene que ver con el mejor conocimiento de un pintor que pasó de ser aclamado y envidiado a partes iguales, a ser olvidado y confundido (muchas de sus obras han estado mal atribuidas durante siglos).
Herrera el Mozo (este término se utilizó en nuestro Siglo de Oro para distinguir a un hijo de un padre de igual nombre) gozó en vida de una enorme reputación, fundamentalmente como autor de frescos (que no se han conservado), pero también como pintor. En documentos de la época se le califica –y vivía Murillo– como el pintor de más fama de Sevilla. Se adelantó a este en la adjudicación de algunos encargos importantes (lo que provocó su antipatía) y fue una influencia decisiva en Carreño de Miranda y Claudio Coello. También pintó lienzos y fue grabador, arquitecto, escenógrafo, diseñador de arquitecturas efímeras, túmulos funerarios, tapices y objetos suntuarios. A esta actividad poliédrica se debe la alusión al “Barroco total”.
Era de carácter polémico, mordaz y de agudo ingenio, como escribió su contemporáneo Palomino. Muy consciente de sus capacidades, no tuvo problema alguno en hacérselo saber a sus coetáneos. Dijo de su San Hermenegildo que era obra tan bien acabada “que merecía ser colgada con clarines y timbales”. Contó con el apoyo de personas de alta cuna como la reina Mariana de Austria (esposa de Carlos II) y desempeñó cargos tan importantes como aparejador de las Obras Reales. También se relacionó con los círculos intelectuales de su tiempo (su amigo Calderón de la Barca escribió un memorial en apoyo de los arquitectos “inventivos”, directamente en su defensa). Y también fue rigurosamente ignorado por algunos genios de su tiempo (el mismo Velázquez, cuyo puesto en la corte pretendió).
Herrera el Mozo fue rigurosamente ignorado por el mismo Velázquez, cuyo puesto en la corte pretendió
Francisco de Herrera el Mozo (Sevilla, 1627-Madrid, 1685) inició su formación como pintor de la mano de su padre, excelente dibujante y grabador, que le instruyó en el dominio de la línea. Pero su personalidad artística se forjaría en Italia, donde estuvo entre 1648 y 1653 (este era el periodo poco y mal conocido de su trayectoria) y asimiló los registros del Barroco magnificente de Bernini y Pietro da Cortona. Con este bagaje, Herrera añadió temperatura y colorido a sus composiciones. Tras su regreso a España, vivió entre Madrid y Sevilla, para cuyos templos pintó profusamente.
Esta exposición reúne lo más importante de su producción y es de destacar la formidable tarea de restauración de algunos cuadros, cuyo catastrófico estado original podemos ver en el catálogo y que ahora vuelven a ser simplemente visibles.
Cuando decía al principio que la muestra tiene interés para cualquiera, pensaba en dos aspectos. El más obvio es que nos permite contemplar obras que encarnan a la perfección los tópicos acerca de la pintura barroca: hiperbólica, colorista, de figuras gesticulantes y escenas ejemplares. El otro aspecto es la posibilidad de jugar a descubrir las semejanzas y las diferencias entre los dibujos de Herrera el Viejo y el Mozo, o entre los dibujos preparatorios de este y sus correspondientes lienzos. Entrenar, en fin, el ojo, porque nunca nadie nos enseña a mirar.
En documentos de la época se le califica, y vivía Murillo, como el pintor de más fama de Sevilla
No quiero dejar de comentar alguno de los cuadros, ciertamente impresionantes. El mencionado Triunfo de San Hermenegildo (1654), un majestuoso torbellino de formas que alza al santo hacia los cielos, dejando por los suelos a su propio padre, el hereje Leovigildo. El Triunfo del Sacramento de la Eucaristía (1656) es una escena panorámica de la Gloria, que admiran los Padres de la Iglesia en un marcado contraste de oscuridad. Pero quizás la estrella de la muestra es el maravilloso Vendedor de pescado, pintado en Italia en 1650. La elocuente sobriedad de la escena y el inolvidable rostro del vendedor valen la visita.
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Mención aparte merece la reconstrucción de las escenografías que Herrera realizó para Los celos hacen estrellas, de Juan Vélez de Guevara, la zarzuela más antigua cuya música se conserva, estrenada en 1673 en el teatro que en su día existió en el Alcázar madrileño. Se ha realizado para la ocasión una cuidadosa maqueta del mismo, que permite conocer al detalle la tramoya de la época y cuyo interés para la historia del teatro va más allá de esta exposición.