Imagínese una tertulia entre Pablo Picasso y El Greco. O entre Picasso y Velázquez. O incluso entre el pintor malagueño y Francisco de Zurbarán. Algo así es lo que invita a fantasear la exposición Picasso. Lo sagrado y lo profano, que inaugura el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza en sus salas 53 a 55.
Esta exposición, la última dentro de los proyectos del museo vinculados a la Celebración Picasso 1973/2023, busca poner en relación la obra del artista con la de los maestros antiguos, mostrando la influencia que tuvieron estos en su creación artística, así como los temas del mundo clásico y de la tradición judeocristiana. De ahí que para Guillermo Solana, director artístico del museo, la muestra sea "un microcosmos dónde se reflejan las pasiones de Picasso", aseguró durante su presentación.
Algo sobre lo que también han explorado algunas de las múltiples exposiciones que han tenido lugar este año en diferentes puntos de España, pero que esta vez pretenden cobrar un nuevo sentido y revelar aspectos nuevos sobre el artista. Ya que, como apuntó Paloma Alarcó, comisaria de la exposición y jefa de área de conservación de pintura moderna del Museo Nacional, "a pesar de todas estas múltiples capas interpretativas, Picasso sigue siendo un misterio y todavía dará mucho que hablar".
Por su parte, el nieto del pintor, Bernard Ruiz-Picasso, ha celebrado la "belleza" que alcanza la muestra gracias al "diálogo" que establece entre todas las obras. "Este tipo de diálogo entre grandes maestros es como una tertulia", afirmó.
La muestra reúne un total de 38 obras, 22 de ellas de Picasso. A las ocho de ellas que pertenecen a las colecciones Thyssen se suman varios préstamos del Musée national Picasso-Paris y de otros coleccionistas e instituciones.
Sobre la exposición, Alarcó asegura que, "llevada por esa idea picassiana de que no existe pasado ni futuro, solo presente", concibió este proyecto partiendo de la base de esas ocho obras que posee la colección del museo, que abarcan tres décadas de su carrera. Desde 1904, cuando solo era un joven españolito que llegó a París, hasta que se convirtió en un pintor consagrado en 1934. La muestra, que se podrá ver hasta el 14 de enero de 2024, abarca estos años fundamentales de su trayectoria, dividiéndola en tres secciones temáticas: Iconofagia, Laberinto personal, Ritos sagrados y profanos.
La primera sala se centra en el canibalismo de Picasso, más concretamente, en su capacidad para absorber la creación de otros artistas y su afán por la tradición española. Como asegura su comisaria, Picasso era un gran coleccionista de imágenes y un asiduo en los museos, desde que entró por primera vez en el Museo del Prado, hasta su paso por el Louvre o por el Museo de Etnografía de Trocadero. Picasso, a diferencia de otros vanguardistas, no se limitó a copiar ciertos aspectos formales del lenguaje de otros artistas, sino que, al reinterpretar esas obras, lo que realmente buscaba era provocar una transferencia de sus poderes creativos.
El pintor veía a estos grandes maestros como creadores sobrenaturales y buscaba contagiarse de sus "poderes especiales". Teniendo esto en cuenta, se puede apreciar el diálogo que se establece en la primera sala de la muestra, entre el Cristo abrazando la cruz (1587-1596) de El Greco, cada vez más considerado como el primer pintor cubista, con el Hombre con clarinete (1911-1912) de Picasso. También entre el tenebrista San Jerónimo penitente (1634) de José de Ribera y el retrato que hizo a Olga, Mujer sentada en un sillón rojo (1932).
Picasso va evolucionando, fijándose en cada momento en artistas diferentes, pero siempre con un ojo en los grandes maestros. Sobre este proceso personal se centra la sección Laberinto personal, donde se muestra cómo Picasso utilizó la iconografía para expresar y manifesar sus problemas personales, sus amores y sus odios.
Para relatar esta etapa, la exposición establece una relación entre el Arlequín con espejo (1923) de Picasso y el Retrato de un joven como San Sebastián de Agnolo Bronzino, para reflejar la inspiración del estilo clasicista en la obra del pintor vanguardista. También con las escenas familiares de Rubens o Murillo, y que tanto influyeron al artista a partir del nacimiento de su hijo Paulo en 1921.
Sus circunstancias personales, en concreto, sus problemas matrimoniales y su desafección por la vida burguesa, hicieron que la figura naif del Arlequín se convierta la de un violento Minotauro, que pasará a ser su nuevo alter ego.
En la última sección, que da nombre a la exposición, aborda esa fascinación y atracción de Picasso por los mitos, los rituales paganos y también los cristianos.Y es que los símbolos y las raíces católicas de su infancia en España le acompañaron durante su vida adulta.
El signo más relevante es la representación del martirio de Cristo, que el pintor del Guernica decidió representar en su colorida Crucifixión de 1930, que en la exposición se yuxtapone a la escultura de Pedro de Mena, Ecce Homo (1679), cedido por el Museo de Valladolid, o a la del Maestro Virgo Inter Virgines (1487). Al recuperar esa tradición católica, recupera también la figura del toro, tan arraigada a las ceremonias rituales, pero también a la violencia y a la idea del mal.
La exposición también se detiene en la influencia que tuvo Goya en el artista, a veces incitado por su erotismo y otras por su forma de retratar los desastres de la guerra, "una mezcla de la que surge el Guernica", aseguró Alarcó.
Sobre el título de la exposición, su comisaria explicó que "Picasso se consideraba a sí mismo como un chamán. Un personaje que era consciente de esa fuerza creativa que no podía contenter. Era un intercesor entre el pasado, el presente y el futuro. Para él sagrado y lo profano se identifica con presente y el pasado".