Es infrecuente, en las por lo general repetitivas programaciones de los museos y las salas de exposiciones de todo el país, encontrar arte del siglo XIX si no es de sus décadas finales, con el Impresionismo ya en danza. Y me parece que es un error omitirlo pues si bien es cierto que las obras más formularias pueden resultarnos hoy fatigosas, también lo es que en esa centuria se forja la sensibilidad moderna, en toda su complejidad, y que es imprescindible conocer ese proceso. Esta pequeña exposición nos demuestra cuánto pueden sorprendernos las innovaciones y cómo puede alcanzarnos el hálito de artistas casi perdidos en el tiempo.
Reunir a Eugenio Lucas con dos paisajistas noruegos puede parecer en principio caprichoso. Y lo es, pues los invitados a sustentar la idea que se quiere poner de relieve podrían haber sido otros, de otras latitudes y, sobre todo, más. Pero esta “pincelada” se ha trazado con tanto aprecio por las obras y sus creadores y tanto arropo de los organizadores, que son el Centro de Estudios Europa Hispánica, el Museo Lázaro Galdiano, el Stavanger Kunstmuseum y el Nordic Institute of Art, que logra esbozar una comunidad creativa plausible.
Aunque los tres artistas fueron coetáneos, Peder Balke (1804-1887), Lars Hertervig (1830-1902) y Eugenio Lucas (1817-1870) nunca se conocieron. Trabajaron todos en esas décadas centrales del XIX, cuando se desarrolla en diversos países europeos un romanticismo tardío, del que los tres beben, y se afianza la tiranía de las academias. El público de las exposiciones y la crítica sitúan al arte en la esfera social, y el mercado burgués, del que se beneficiaron tanto Lucas como, en una época, Balke, impone sus reglas. Pero ellos ocupan otra dimensión creativa, secreta.
El género del paisaje fue en el siglo XIX un vehículo de modernidad. Y, en estos autores, comprobamos hasta qué punto se prestó a la experimentación. No hablamos aquí de un paisaje topográfico que representa lugares; es más bien un paisaje como autorretrato. Y diría que con una gran autoconsciencia de su tenacidad exploradora.
Casi nadie, en su momento, vio todas estas obras que se exponen. Lucas era un pintor de éxito pero al tiempo que vendía sus escenas goyescas elaboraba estas aguadas casi abstractas, expresionistas, que enseñaba solo a colegas y amigos. Balke tuvo cierto recorrido europeo pero en su país fue despreciado y ya a los 45 años abandonó la escena artística, continuando con su trabajo más libre en soledad. Hertervig padeció problemas mentales, vivió en un manicomio, fue declarado “demente incurable” e incapacitado, y acabó sus días en la indigencia, sin abandonar nunca el dibujo.
Casi nadie, en su momento, vio todas estas obras que se exponen. Lucas se las enseñaba solo a colegas y amigos
El Extremo Norte se prestaba a la interiorización porque era ya una idea. Nos recuerda Knut Ljøgodt, comisario de la muestra junto a Carlos Sánchez, que el monstruo del Dr. Frankenstein es avistado, en la novela de Shelley, en el mar de hielo –ese que pintó Friedrich sin haberlo visto– durante una expedición al Ártico, que el terror se manifiesta como vacío, en Un descenso al Maelström de Poe, en el archipiélago de Lofoten, y que Jane Eyre, en la narración de Brontë, imagina esos “reinos de una cadavérica blancura”, “plagados de sombras”.
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Balke quiso verlos y pisarlos, por lo que emprendió un viaje en 1832 al norte de Escandinavia que marcó para siempre su imaginario paisajístico. Tras unos primeros años bajo la influencia de Friedrich –fue discípulo de Johan Christian Dahl en Dresde– formula una visión blanquecina y etérea, con algo de japonismo, de esos parajes que, en sus años de reclusión, se ennegrecen radicalmente y se condensan en tablas mínimas con una técnica personalísima de raspado.
Hertervig se inspiró en el paisaje de su infancia en la isla de Borgøy para crear un vocabulario de montañas, árboles, rocas, nubes y agua, en línea con el romanticismo alemán y con ecos del también noruego August Cappelen. Repito que no son tanto lugares como expresiones de estados de ánimo, descritos con esos, podríamos decir, pictogramas a la vez particulares y universales. Pero quizá lo más innovador en él es el uso de los papeles reaprovechados –los hay de tabaco, con sus sellos visibles– y artesanos cuyas texturas incorpora a ese lenguaje anímico, de gran esencialismo y una sinceridad indudable.
Mientras, en el Sur de Europa, Lucas se entregaba a un ejercicio más formalista y moderno al máximo, con el paisaje como excusa. El género lo había tocado, en dibujos o en cuadros con temática orientalista –se incluye uno, que casa mal con el conjunto–, pero es en los últimos veinte años de su vida cuando realiza uno de los mayores desarrollos del procedimiento de composición a partir de manchas que describió Alexander Cozens a finales del XVIII, basándose en la pintura china.
Creo que solo Victor Hugo hizo algo comparable. Y habrá que esperar bastantes décadas para encontrar un atrevimiento técnico similar en el arte español. Es la suya una visión fantasiosa y sombría, de una naturaleza que se deshace. Y ahí enlaza con los nórdicos: en un paisaje que se desdibuja y reconfigura en la memoria, que se visualiza para ser habitado solo por quien lo lleva en el interior.