Volver a Joan Miró (Barcelona, 1893 - Palma de Mallorca, 1983) es siempre una acontecimiento grato y sorprendente dada la singularidad de su legado artístico. Un irónico que supo dar una forma a su introspección mística y a una distancia crítica con el mundo y los sucesos. El paisaje, como las constelaciones creativas de Miró, no cesan de transformarse. Esto lo volvemos a descubrir en la sugerente muestra Joan Miró. La realidad absoluta. París, 1920-1945, comisariada por Enrique Juncosa en el Museo Guggenheim de Bilbao.
La propuesta se centra en el período que va de su primer viaje a París en 1920 a 1945 cuando reside en Mallorca, donde unos años antes había huido de la guerra en Francia. Fue precisamente entre 1940 y 1941 cuando da forma a su relevante serie de las 23 Constelaciones. A partir de 1945 realiza obras de fondo blanco que consolidan su lenguaje de signos flotantes sobre fondos ambiguos y enigmáticos.
Sabido es que el heteróclito cosmos poético y visual mironiano lleva la cifra de una intuición creativa que pareciera ingenua –lo cual pesa como atribución reduccionista en algunas recepciones de su obra– y que, sin embargo,traza una indagación libre y reflexiva que conecta su universo onírico, pulsional, con reminiscencias de lo rural, lo antropológico universal y de otras historias del arte.
Dejó escrito en la revista Cahiers d’Art en 1939: “Si no intentamos descubrir la esencia religiosa, o el sentido mágico de las cosas, no haremos sino añadir nuevas causas de degradación a las que ya rodean hoy a la gente”. Por todo ello resulta intempestiva su obra.
El montaje se organiza por períodos que distinguen aperturas y procesos creativos en contextos diferentes. La primera sección muestra obras de 1918-1920 creadas en Barcelona. A la sazón, esta ciudad acogía a figuras sobresalientes de las primeras vanguardias como Francis Picabia, Robert y Sonia Delaunay y Marcel Duchamp, a quienes Miró conoce. Algún autorretrato, paisajes y dibujos de hojas y plantas de ese momento llevan todavía una impronta realista que irá transformando a partir de su estancia en París, donde entra en relación con las escena poética y artística del surrealismo.
Constela de modo muy libre, entre innovaciones formales afines a algunas vanguardias modernas y de modo principal al surrealismo y al dadaísmo
Será en 1926 y 1927 cuando, en su nuevo estudio parisino, que era frecuentado por sus vecinos Jean Arp, René Magritte y Max Ernst, pinta una serie de obras Paisaje (Paisaje con gallo) y Paisaje (La liebre), los dos de 1927, que ya anuncian una estilización visual y un universo de signos que renuevan sus elecciones formales. Tales paisajes desplegaron una ruptura con el naturalismo y afirman los emblemas de la nueva realidad imaginaria que se instituye en su pintura con mayor énfasis en su obra posterior.
[Joan Miró, una tarea titánica de superación]
De ese mismo año son otras dos pinturas sobre fondo blanco de pequeño tamaño, como Pintura (El sol) o Pintura (La estrella), donde formas reconocibles y estilizadas de astros y animales flotan como signos de esta nueva realidad surreal. Miró persevera en un dibujo que dialoga con manchas informales y adquiere un protagonismo inédito como acción introspectiva, soberana y sustantiva que lo hibrida con otros recursos plásticos y textuales.
Otra sección expone la producción en los convulsos años 30. Destacan obras como Grupo de personajes en el bosque (1931); las llamadas Pinturas salvajes (1934-1938); y un conjunto de pinturas sobre masonita que representan figuras monstruosas en espacios ambiguos e inquietantes, cuya alusión a la Guerra Civil no puede soslayarse. Incorpora materiales y texturas que añaden nuevas densidades expresivas que han sido valoradas como pioneras de la pintura de acción.
Vendrá después la serie Constelaciones (1940-1941) cuya primera presentación fue en Nueva York en 1945. En ella superpone trazos negros y campos de color, con materiales también ricos en texturas como el alquitrán, la grava o la arena; rasca o agujerea la superficie, y deja entrever formas reconocibles como ojos, cabezas y falos. Otras composiciones de 1945 muestran personajes, pájaros en la noche y signos como afirmación vitalista en un contexto bélico.
En Miró, como se refleja en esta magnífica muestra, la coexistencia de palabras, figuras y formas visuales se imbrican en unas composiciones enigmáticas que activan aperturas inéditas de sentido. Despliega una diversidad de registros visuales, textuales y expresivos que dan forma a su hacer imaginario en litigio con los sueños y el mundo.
Constela de modo muy libre, entre innovaciones formales afines a algunas vanguardias modernas y de modo principal al surrealismo y al dadaísmo; pero su singularidad lo vuelve refractario a una inscripción normativa en ninguna corriente del arte. Más allá de la querella entre la figuración y la abstracción manifiestan los trazos de su creación imaginaria, con ironía como la que define en sus Autorretrato I (1937-1938) y Autorretrato II (1938). O en sus piezas de gres y loza, donde lo cotidiano intima con lo surreal.
Un logo con historia
Pocos artistas han sabido reflejar el firmamento como Joan Miró, el pintor de las estrellas. Las hizo de diversas maneras: cuatro líneas que se cruzaban en el centro, pequeños puntos conectados con forma de constelaciones y como estrellas de mar. En 1980 creó junto a Josep Royo un gran tapiz para ”la Caixa” de Barcelona, en donde destaca una de estas formas acompañada por dos astros, uno amarillo y otro rojo, que da hoy imagen a la entidad. La pieza, recién restaurada, puede verse ahora expuesta en CaixaForum Madrid.