Cada año, por estas señaladas fechas, me llama algún periodista que se disculpa por tener que preguntarme una vez más mi opinión sobre ARCO. La respuesta, que acostumbra a ser crítica, lamentablemente desentona con el entusiasmo con que la generalidad de los participantes en la feria la celebran. Tengo entonces que puntualizar que mis reservas no se dirigen contra el mercado sino a su excesivo protagonismo, a la consagración de su criterio y canon último en lo que se refiere al hecho cultural.
Muy necio sería no reconocer la dimensión económica de las prácticas artísticas. Michael Baxandall acuñó la feliz fórmula de “fósiles de la vida económica” en su ya clásico Pintura y vida cotidiana en el Renacimiento. En concreto en el capítulo titulado “Condiciones del comercio”. De comercio hablamos, de mercancías, de objetos a la venta. La cita original tiene a bien matizar el juicio al añadirle un prudente “entre otras cosas”.
ARCO es una feria comercial especializada en la exposición y venta de obras de arte contemporáneo. Es eso, entre otras cosas. Desde el momento de su fundación se convirtió en el acontecimiento por antonomasia del mundo del arte en nuestro país. Esta circunstancia –puesto que no hemos sido capaces de poner en pie nada parecido mínimamente a las bienales de Venecia o São Paulo o a la Documenta de Kassel– ha conducido a la simplificada presunción de que el arte contemporáneo es lo que se ve en ARCO. Esto excluye a toda una variedad de prácticas artísticas que, por distintos motivos, no se acomodan con facilidad a este formato o no son del interés del mercado.
Es cierto que ese carácter anómalo de ARCO como “lo que hay” da lugar a que en su seno se realicen otras actividades que trascienden la mera compraventa. No solo se celebran debates, conferencias, presentaciones de libros, etc. También se ha convertido ya en una tradición la competencia –entre la travesura ingenua y la ferocidad del marketing viral– por capturar la insólita atención que los medios prestan a la feria y utilizarla como caja de resonancia. Si de ordinario los medios no especializados no ofrecen noticias del mundo del arte si no es desde una perspectiva ligada a la categoría de lo escandaloso (un robo, una falsificación, una disparatada cifra récord…), durante ARCO el tono amarillista no desaparece sino que, antes bien, se aviva.
Es un lugar común el lamento acerca de que la feria no constituye el escenario idóneo ni para la fruición estética ni para la reflexión intelectual. Cabría preguntarse qué marco constituiría ese contexto ideal: ¿La galería, entonces? ¿Las salas del museo? ¿El estudio del artista? ¿El domicilio del coleccionista? ¿La calle?... No existe un contexto “cero” en el que la obra vaya a expresar una supuesta verdad inmanente. Y vana sería cualquier pretensión de ejercer control alguno sobre el sentido supuestamente inalterable de su significado.
No hemos sabido poner en pie una bienal, de modo que presuponemos que arte contemporáneo es lo que se ve en ARCO
Creo que si algo distingue “la vida de los signos” –y signos son, entre otras cosas, las obras de arte– es el carácter performativo de su significado, su capacidad de reactivarse en el diálogo, o en la discusión, con lo que le rodea, de hacerlo hablar y, a la vez, de ser traducido por él, actualizado. Así, la obra que cuelgo en el stand de Juana de Aizpuru es una variación que viene a añadirse a las ocasiones previas en que he hecho uso de la misma imagen (en el espacio público, como mupi y como cartelería callejera, o en una exposición, como obra seriada); acompañada siempre de un texto que se ha ido sometiendo cada vez a distintas modificaciones.
La imagen procede de un fotograma del film Porcile (pocilga), de Pier Paolo Pasolini, de 1969. Porcile no es una película agradable, no es fácil. Como su mismo autor. Uno de los pasajes que mejor podría ilustrar la compleja incomodidad de su papel como artista e intelectual es el de su famosa diatriba contra el empobrecimiento y la banalización, el culturicidio encarnado por la televisión; una invectiva grabada precisamente en un programa de televisión.
En un sentido análogo, en la obra que acompaña a este texto y se ve en ARCO, el contexto concreto –este mes de febrero 2023 en Madrid– no deja de reflejar como en un espejo el eco del linchamiento mediático del que ha sido objeto –con su griterío, pero también en medio de un alarmante silencio– el último director del Museo Reina Sofía, acusado, entre otras cosas, terribles todas, de desvelar que el mundo de las prácticas artísticas, como el resto del mundo, es más plural, polifónico, diverso y contaminado de lo que nos había parecido: que la Tierra no es plana ni gira más el Sol alrededor de ella.
Se me olvidaba traducir el texto: “Tampoco hay que matar a tanta gente para que todos callen”.