El MNAC presenta una amplia exposición de Joseph Mallord William Turner (1775-1851) con fondos de la Tate, comisariada por David Blayney Brown, antiguo conservador del museo británico y especialista en romanticismo y en el pintor inglés.
Se trata de una gran muestra con más de un centenar de piezas que incorpora obras emblemáticas, como Lago Buttermere, con la parte de Cromackwater, Cumberland, un aguacero (1798) o La caída de una avalancha en los Grisones (expuesto en1810), con un final apoteósico: cinco singulares óleos de gran formato de la última etapa del artista en que las formas se disuelven en manchas de color.
La exposición avanza por núcleos temáticos que plantean aspectos claves de Turner (la naturaleza, las luces y atmósferas, lo sublime, etc.), pero acaso su aportación es la de trazar un itinerario exhaustivo, plural y completo sobre el pintor. Además del artista de lo sublime o del artista romántico, hay otros Turner que acaso pueden sorprender, como el pintor mitológico, no exento de interés, que introducen complejidad y grosor al artista.
Con todo, Turner pasa por ser uno de los referentes de la modernidad, entre otras cosas, por disolver las formas y llegar a unas formulaciones abstractas, una abstracción antes de la abstracción, es decir mucho antes de los ensayos y textos de Kandinsky y otras experiencias más o menos paralelas de principios del siglo XX que codifican y dan nombre a la abstracción como tal.
"Además del artista de lo sublime o del artista romántico, hay otros Turner que acaso pueden sorprender, como el pintor mitológico"
Desde siempre se ha considerado a Turner como paisajista –uno de los pioneros–, además de estar interesado por los efectos atmosféricos y lumínicos, prolongación de su manera de entender el paisaje. Enfrentarse a las masas informes de las montañas, a lo indefinido de las nubes, a las brumosas lagunas, al infinito horizonte –esto es, en definitiva, a un mundo sin forma– posiblemente le hizo evolucionar a una expresión en la que el mundo físico desaparece.
No obstante, explicar la disolución de la forma de Turner como una mera contigüidad o vecindad entre el paisaje informe y la abstracción, no es suficiente, no resulta convincente. Se trata de una cuestión de espíritu.
El descubrimiento y la puesta en valor del paisaje empieza con el romanticismo y es paralelo a un nuevo y simétrico descubrimiento: una concepción del hombre más allá del racionalismo y de las formas finitas y definidas que implica el modelo cartesiano.
La aparición de un tema no es gratuito, responde a razones poderosas y profundas y la informalidad del paisaje de Turner es la expresión del yo interior, de las profundidades del alma, de lo insondable, del inconsciente. Los Alpes, Venecia, Lucerna, que el artista recreó, son lugares del alma.
Cuenta la leyenda que Turner se hizo atar al mástil de un barco para contemplar una tormenta y poderla, después, pintar. La leyenda es falsa, a todas luces, pero lo que posiblemente sea cierto es que fuera el mismo Turner quien la divulgara para acreditar su obra ante el público que, escandalizado, pensaba como inverosímiles e imposibles sus paisajes, jamás vistos por el ojo humano. Y naturalmente que resultaban inverosímiles porque sus imágenes abstractas o semiabstractas no son tanto un paisaje como una exploración del alma.
El lector avispado habrá observado un detalle revelador, la leyenda da por hecho que al estar atado al mástil, realizó la obra a posteriori, o sea, de memoria y con la imaginación. Lo que pintó Turner fue una tormenta, pero la tormenta de un estado mental, de un conflicto esencial del hombre moderno.
Hoy en día las obras más valoradas del artista son estas piezas borrosas de manchas de colores en las que la noción de forma se disuelve. Muchas de ellas son anotaciones que el artista realizaba au plein air y que, posteriormente, reelaboraba en su estudio para ejecutar la obra definitiva.
"Lo que pintó Turner fue una tormenta, pero la tormenta de un estado mental, de un conflicto del hombre moderno"
Estos esbozos poseen una singular frescura, son notas espontáneas y vibrantes, y, sobre todo, enlazan con un aspecto que será muy importante en el arte contemporáneo: lo inacabado, una noción que se relaciona con esa idea de informalidad y que implica una nueva manera de observar el mundo asociada a principios como la subjetividad y la imaginación.
Interesa destacar que Turner conservó con sumo cuidado estos esbozos. Más aún, los acabó exponiendo públicamente para escándalo de sus contemporáneos que no podían comprender cómo un borrador ocupaba el lugar y el rango de la obra acabada.
En fin, Turner fue, es y será un misterio, pero existe la convicción generalizada de que con él –y otros artistas de su generación y también anteriores– se inicia una nueva manera de entender el arte que no es otra que el arte de cerrar los ojos, es decir cuando el arte deja de ser un calco de la naturaleza para alumbrarse con la fuerza de la imaginación y la subjetividad.
La exposición de Turner se complementa con una pequeña, pero exquisita, muestra paralela, El latido de la naturaleza, realizada con los fondos del MNAC y comisariada por Francesc Quílez y Aleix Roig, especialistas ambos en el arte del XIX. En este caso, se trata de un itinerario por los ejes fuerza de la sensibilidad romántica (paisaje, ruinas, la noche, naturaleza y efectos atmosféricos, etc.) que resulta especialmente oportuno porque ayuda a comprender a Turner.
De algún modo se radiografía el contexto o el humus del que germina el artista inglés, a la vez que se plantea la repercusión y difusión de su mensaje que no es otro que el espíritu de una época. En este sentido se presentan unas piezas muy reveladoras –y poco difundidas– de Eugenio Lucas Velázquez (Madrid, 1817-1870) que, desconociendo la obra de Turner, llega también a los albores de la abstracción. ¿Casualidad? En absoluto.
Otros creadores, como el escritor Victor Hugo (1802-1885) que posee una importante faceta como creador plástico, también alcanzan por momentos la abstracción, esto es, una experiencia visionaria, una indagación a lo innombrable.