En el arte hay referencias y procesos de comunicación y diálogo que se van articulando a través del tiempo. La relación entre dos de los artistas más referenciales del siglo XX, Antoni Tàpies (Barcelona, 1923-2012) y Eduardo Chillida (San Sebastián, 1924-2002), constituye uno de los registros más intensos de ese proceso de abrir y compartir horizontes y temáticas creativas, a través de un flujo de amistad y profundos intercambios personales.
La muestra que se presenta en Chillida Leku, el Sitio Chillida, es algo verdaderamente excepcional. Está construida como un diálogo entre Tàpies y Chillida al llevar un conjunto de obras de gran calidad del artista catalán al espacio diseñado y construido por el escultor vasco. Situado cerca de Hernani, Chillida Leku es un espacio de gran amplitud, que se recorre viviendo en naturaleza, donde el artista remodeló un caserío tradicional: el caserío Zabalaga, en un marco de jardines y bosques donde respiran al aire libre algunas de sus hermosas esculturas.
Tàpies en Zabalaga se ha puesto en pie con la colaboración de la Fundación Antoni Tàpies, de la familia del artista, y con algunos préstamos de colecciones privadas. Bajo la supervisión de Mireia Massagué, directora de Chillida Leku, se presentan 14 obras más tres libros de artista en los que Tàpies colaboró con tres grandes poetas: el francés Jacques Dupin (1968), Joan Brossa (1973), y Rafael Alberti (1977). Además de los libros, se muestra un grupo de litografías de gran formato extraídas de las intervenciones de Tàpies en ellos.
Una muestra verdaderamente excepcional construida como un diálogo entre la obra de Tàpies y el espacio diseñado por Chillida
Las obras elegidas: 9 esculturas y 5 pinturas, datadas entre 1980 y 1991, se fueron situando, sin una ordenación cronológica, en tres salas en los espacios de arriba del caserón, ocupando enteramente toda la planta y buscando siempre el mejor diálogo plástico con los espacios concebidos por Chillida. Es así como las obras de Tàpies van hablando continuamente con los muros de piedra y ventanas abiertas al exterior natural del caserón.
La datación de las piezas tiene bastante que ver con un acontecimiento concreto: fue en 1981 cuando Antoni Tàpies, animado por Eduardo Chillida, empezó a experimentar con la tierra chamota, un material escultórico granular obtenido por la pulverización de ladrillos, piedras, o material cerámico, y que él ya utilizaba. Se subraya así el paralelismo, o diálogo, entre uno y otro. Y con ello, un rasgo común que caracteriza sus admirables trayectorias: la obra artística como expresión y síntesis del paso de la materia a la interioridad, a las dimensiones conceptuales y poéticas.
Las esculturas de Tàpies, en su diversidad de formatos y escalas, impresionan de verdad. Zapatilla (1986), más de dos metros de largo depositados en el suelo, nos hace pensar en un espacio donde acostarse o refugiarse. Cabeza vendada (1989), sin cuerpo y con más de un metro de largo, nos lleva a la experiencia del sufrimiento sin límites ocasionado por la violencia desenfrenada. Composición (1991), una construcción con nichos blancos de hormigón superpuestos con su desdoblamiento por delante y por detrás, nos transmite los ecos de la fugacidad de la vida y el carácter inevitable de la muerte.
Las pinturas seleccionadas tienen en sus soportes materiales, por ejemplo tierra cocida o lava, una intersección con la escultura. Y es que esa mezcla, esa intercomunicación entre pintura y escultura a través de los registros inorgánicos de la materia, es una de las claves más profundas del trabajo artístico de Tàpies. Pero aún hay otro aspecto de gran importancia: tanto en las esculturas como en las pinturas vemos continuamente inscripciones: números, palabras, o letras, fundamentalmente sus iniciales, A. T. Son signos. Y además de las inscripciones está su voluntad de representar, de dejar los ecos de lo que se ha utilizado o se ha visto en el proceso de realización de la obra, algo que él mismo llamaba huellas.
Se articula así en sus obras una escala de significación a través de la materia, los signos y las huellas. Discurriendo en esa escala, Tàpies, escritor de las formas desnudas, nos lleva de la materia al espíritu. En un texto, escrito en catalán, que se presenta en uno de los muros de la muestra, se recogen sus palabras: “Pienso que una obra de arte tendría que dejar perplejo al espectador, hacerlo meditar sobre el sentido de la vida”.
De la materia al espíritu: la obra de Tàpies exige que el espectador participe, interactúe con los signos, huellas, soportes materiales y objetos que hablan, a la vez, a los sentimientos y a la mente. La centralidad de la dimensión comunicativa es lo que confiere a todas sus piezas una profundísima capacidad evocativa y, a la vez, el rebote que rechaza la mirada superficial, aquella que se contenta con la mera liturgia de la aproximación y el recogimiento confuso ante las obras de arte. Especialmente relevante en ese sentido es la escultura-libro Libro I (1987), en esta muestra, un libro escultórico con pintura sobre bronce en el que sólo podemos leer las inscripciones externas y las huellas y modulaciones de su forma. Pero que nos indica con intensidad la importancia de leer y comunicar.
Lo más importante en Tàpies es que ese viaje hacia la dimensión espiritual no implica en ningún caso homogeneidad abstracta, sino un amor por las diferencias, por la salvaguardia de la particularidad del signo y la huella. Y ahí se sitúa, en lo que él llama “el elemento meditativo”, el rasgo central de su contribución al arte, que podemos apreciar intensamente en este diálogo abierto en el tiempo con Eduardo Chillida.
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