El año 1961 supuso un punto de inflexión para Hans Heinrich Thyssen-Bornemisza. Hasta entonces solo había comprado pintura antigua pero en mayo de aquel año adquirió una acuarela del artista Emile Nolde guiado por la fascinación que le había provocado la audaz gama de colores de la pieza. Con esta acción se rebeló contra su padre y comenzó su propia colección. “Mi padre despreciaba el arte moderno, cuando era joven me lavó el cerebro, me hizo pensar como él durante mucho tiempo”, admitió años después. “Empecé a pensar que, si los primeros años del siglo XX habían producido tantas cosas importantes en la ciencia, en la técnica y en otros campos, el arte de esa época tenía que ser también interesante”, aseguró el coleccionista.
Fue a finales de los 50 cuando empezó a sentirse incómodo con las ideas heredadas. “No quería ser solo un magnate conservador sino que quería crear una colección internacional, abierta y moderna como lo estaban haciendo Rockefeller y Niarchos”, recuerda Guillermo Solana, director artístico del Museo Thyssen-Bornemisza, donde se inaugura la exposición Expresionismo alemán en la colección del barón Thyssen-Bornemisza. El interés por este movimiento también esconde un decisión política: su tío Fritz patrocinó al régimen nazi así que él “quería limpiar el nombre de la familia”. Con aquellos dos gestos inició un cambio de rumbo, una nueva aventura que rompía con la tradición de la saga.
Sin embargo, esto “no revela del todo su pasión”, advierte Solana. Para el barón el expresionismo alemán era “un droga que provocaba una excitación nerviosa”, y en Roman Norbert Ketterer, dueño de una casa de subastas pionera en arte moderno alemán, encontró a un proveedor y a un amigo al que comprar una treintena de piezas. En un principio se interesó por el grupo Die Brücke y, después, por el Blaue Reiter. Así es como su mirada se dirigió hacia el arte moderno, algo que en 1963 le llevó a comprar una obra de Pollock y a partir de los años 70 se interesó por el dadaísmo, el surrealismo o el pop art. “Lo que le guió fue la pasión. El barón compraba lo que le gustaba pero también tenía una mentalidad enciclopédica, buscaba llenar las lagunas de su colección”, sostiene la comisaria Paloma Alarcó.
La exposición, dividida de manera temática en lugar del habitual recorrido cronológico, se completa con obras procedentes de los fondos de Carmen Thyssen y de sus hijos Francesca y Alejandro para ofrecer un recorrido panorámico. En total, un paseo por unas 80 piezas en el que nos encontramos con los grandes nombres del expresionismo alemán: Ernst Ludwig Kirchner, Erich Heckel, Franz Marc, Wassily Kandinsky, George Grosz, Otto Mueller o Max Pechstein. Todos ellos se fijaron en los artistas antinaturalistas como Gauguin, Van Gogh y Munch, cuyas obras pudieron conocer no solo en publicaciones, también en exposiciones que tuvieron lugar en diferentes ciudades alemanas. Van Gogh “les enseñó una manera impulsiva de mostrar sentimientos a través del color”, de la obra de Gauguin les fascinó su componente exótico mientras que fue el expresionismo radical de Munch los que les cautivó del artista noruego. De este modo, “rechazaron el impresionismo y buscaron una representación de lo que sentían en lugar de lo que veían, por eso rompieron con los colores naturales”, explica la comisaria.
El color es, en efecto, una de las características esenciales de esta corriente artística. Su paleta se vuelve viva y su pincelada expresiva. Además, todos compartieron un sentimiento común: el arte partía de la visión interior del artista para crear una realidad completamente nueva. Así, los talleres fueron para ellos “un lugar no solo para la experimentación, también para la vida bohemia. Se opusieron a la sociedad guillermina y se rodearon de artefactos etnográficos, fueron firmes defensores de las culturas remotas y buscaron la manera de dar un paso hacia atrás para buscar un lenguaje que reivindicara en antinaturalismo”, detalla Paloma Alarcó. Ellos también salieron a la naturaleza y, en ocasiones, buscaron sus propios paraísos, como ya lo hizo Gauguin, en los mares del sur.
Pero los expresionistas vivieron un duro revés cuando el régimen nazi estigmatizó sus creaciones llegando a denominarles como ‘arte degenerado’. Obras capitales del movimiento como Metrópolis (Grosz, 1916), Nubes de polvo (Nolde, 1913) o Retrato de Siddi Heckel (Heckel, 1919) fueron requisadas y puestas en el mercado para recaudar fondos para la guerra. En la parte trasera de muchas ellas aún se puede ver que están marcadas con una etiqueta y un número que recuerda que estuvieron requisadas en almacenes. Sin embargo, una vez acabada la guerra su reivindicación fue casi inmediata. La labor de los marchantes y los coleccionistas fue esencial en su recuperación así como los museos, que volvieron a adquirir sus obras. El barón Thyssen tampoco dudó en mostrar sus adquisiciones en diversas exposiciones internacionales, tal y como se observa en la última sala del recorrido.
En definitiva, la exposición refleja cómo se gestó, triunfó, se reprimió y se reivindicó el expresionismo alemán. Y en esta corriente Hans Heinrich, al que se le rendirá homenaje en el primer centenario de su nacimiento, encontró “un espíritu distinto, un espíritu de libertad que rompía totalmente con la tradición académica”.