Cuenta Francesc Torres (Barcelona, 1948) que la mayor revolución de los museos de arte contemporáneo en las últimas décadas ha sido abrir sus puertas a la instalación multimedia. Lo narra en primera persona porque fue uno de sus protagonistas. En esos años, en los setenta, vivía en Estados Unidos y exponía en “espacios-agujero” gestionados por artistas como Gordon Matta-Clark y Hans Haacke. Formó parte de ese grupo de creadores que, cansados de la estricta separación de las categorías artísticas –pintura/escultura– experimentaron con otros medios y generaron un nuevo formato en el que convivían por primera vez collage, escultura, objetos encontrados y vídeo. “Parece mentira –recuerda en su conversación con El Cultural–, pero esto hace 40 años no existía”.
La cabeza del dragón, en 1991, fue la primera exposición que le trajo de vuelta a España. Metió en las salas del Reina Sofía desde un coche hasta un televisor. Había en ella resonancias de Plus ultra, el impactante proyecto que había hecho pocos años antes en Berlín trabajando con las ruinas de la embajada española, “una cápsula del tiempo” en la que encontró documentos, muebles, pinturas y hasta un piano de cola con sus partituras de pasodoble. Expuso parte de este material a la Nationalgalerie y realizó una pequeña acción en el balcón del edificio abandonado.
El detritus de la historia
La historia y la guerra son temas recurrentes en su trabajo, también los automóviles y la aviación, símbolos indiscutibles de nuestro tiempo. En 2006 entró en el hangar del aeropuerto Kennedy de Nueva York que conservaba como reliquias perfectamente catalogadas los restos de los atentados del 11S. Los documentó con su cámara y creó una video-instalación que pudo verse poco después en la inauguración de CentroCentro en Madrid.
“Lo que está pasando con nuestros museos de bandera, en los que todo tiene que ser político y conceptual, es una animalada”
A caballo entre Barcelona y Nueva York, Francesc Torres es uno de los protagonistas del arranque de la temporada madrileña con su propuesta en la galería Elba Benítez. Ha pasado el verano haciendo fotos en Galicia para su próximo proyecto en el CGAC (que no veremos hasta febrero de 2020) y, en cuanto inaugure en Madrid, regresa a EE.UU. para continuar con la investigación sobre memoria y trauma que está haciendo junto a un equipo multidisciplinar en la Universidad de Minnesota.
En el último año le hemos visto trabajar en la delgada línea que separa al artista-comisario del “instalador” a gran escala con dos exposiciones en Barcelona: La campana hermética en el MACBA, una presentación de los objetos que el artista ha acumulado en su estudio en todos estos años, que supone una vuelta de tuerca a la idea tradicional de archivo, y La caja entrópica, en el MNAC, con la que buceó durante meses en los fondos de este museo que llevó después a las salas. Llega ahora a Madrid una muestra de esta investigación bajo el título De colisiones en la autopista de la historia, “arte rescatado que ha dejado de ser y vuelve a ser”.
Pregunta. ¿Qué nos encontraremos en la galería?
Respuesta. Lo que se salvó de las pinturas de Josep María Sert que decoraban la catedral de Vic. En 1936 los milicianos anarquistas la quemaron, pero quedaron algunos fragmentos. Descubrí este episodio en el MNAC al dar con estos plafones que fuera de contexto podrían pasar por pinturas abstractas. Si a su atractivo le sumamos la historia que encierran, se abre un aluvión de preguntas que es lo que me interesa. Las piezas de Sert estarán colocadas de manera convencional sobre la pared pintada del mismo color que en el museo. Surge aquí el equívoco de no saber lo que son. ¿Son una obra de arte por derecho propio? No eran frescos en origen, se habían pintado sobre tela y montado sobre plafones. Estaban hechas para ser vistas de lejos y de cerca se aprecia que son de brocha gorda, encima se queman… Surgen aquí otras cuestiones implícitas como son el límite entre la representación y la pintura abstracta.
P. ¿A que se refiere?
R. A que la distinción entre lo abstracto y lo representacional siempre se ha entendido mal. No hay pintura más abstracta que la figurativa porque pasar un fragmento de realidad tridimensional a dos dimensiones (como en Altamira) ya es una proeza de abstracción de muchísimo calibre. Un bodegón también es pintura abstracta. En el caso de estas pinturas, representaban escenas religiosas y lo que ha quedado es justo lo contrario. Son, además, unas piezas preciosas. Si no conoces de dónde vienen y las ves colgadas en la pared, son pinturas en mayúscula que no desentonarían al lado de un Pollock o un Klein. Hay un componente de belleza perverso y fascinante como material de reflexión. Además de que estas pinturas empezaron siendo figurativas y con sus avatares ahora son abstractas por acción directa de la historia.
“El arte bueno, como la pornografía, se reconoce cuando lo ves. el mejor ejemplo es el guernica”
P. ¿No es una instalación?
R. Es todo: es instalación, es exposición, he hecho el comisariado, también soy el artista… Hay un momento en el que interviene la mano del artista, la mía, para que los tradicionalistas se queden más tranquilos. Un bidón de gasolina cubierto de pan de oro y ensuciado con betún de Judea. Es un objeto reconocible que representa la herramienta artística que ha hecho posible el arte que cuelga de las paredes. Parece directo de entrada, pero está tratado como una escultura de Sert, aunque él nunca hiciera ninguna. Hablamos de un acto fortuito que acaba teniendo unas consecuencias que se pueden juzgar históricamente con una mirada estética. Esconde, además, una contradicción: decimos que todo puede ser arte, pero esto es forzar mucho la máquina. Cuestiona axiomas de gran fragilidad intelectual después de más de medio siglo de movimiento moderno como es la correlación entre arte y vida. ¿Cómo se pueden poner en el mismo plano estas dos categorías? La vida sin arte es concebible y no al revés. Esto ha tenido mucho predicamento y es un tema que flota en la pieza.
P. También hay un cuestionamiento de la autoría, ¿es de Sert o de Francesc Torres?
R. En realidad no es de ninguno de los dos sino de los milicianos que destruyeron los murales de Vic. Me he servido de objetos encontrados para hacer una pieza y la autoría de la misma está en el planteamiento. Las circunstancias, la historia es lo que le da valor. Es algo que despertará el malestar de algunos, pero a mí me interesan más las preguntas que plantea que todo lo demás.
Sin obra a la venta
P. El grueso de la exposición es un préstamo de un museo público, ¿qué hay a la venta?
R. Nada, la obra se puede mostrar pero no se puede vender, es patrimonio. Es una acción performática. Nos estamos saltado una serie de convenciones a la torera.
Cuenta Torres en el texto que acompaña la exposición –un elemento más de la obra– que el MNAC “conserva obras destruidas sin intención de restaurarlas, ni mostrarlas a nadie, en un acto de respeto hacia el detritus de la historia”. Pone en cuestión en este punto el concepto de originalidad de las obras tras ser tocadas por el restaurador. ¿Está en contra de estas intervenciones? “No, pero este es un terreno movedizo, con muchos criterios y modas, y hace que las piezas sean menos originales. ¿Qué le falta a La Victoria de Samotracia? Como objeto, nada, como sedimento histórico es lo que es (sin cabeza ni brazos) pero si le rompieran las alas sí le faltaría algo. En los museos históricos y arqueológicos todo son pedazos. Una pintura que muestra todos los avatares de su vida es una capa de información importantísima”.
P. ¿Qué hace de una pieza una obra de arte?
R. A partir de Duchamp se abre un terreno ilimitado. Todo puede ser arte si lo dice el artista. En un peldaño más abajo, podemos parafrasear a Arthur Danto: si está en el museo, es arte. Y luego hay otra definición que es la que mí me interesa más: tanto si es arte como si no lo es, la carga emocional, el contexto, consigue generar una experiencia parecida a la de la obra de arte. Me interesa mucho el arte silvestre, el arte que no sabe que lo es. Lo que transmite, su poesía, sus atributos, que son más el resultado de la historia que de las decisiones de un artista.
“Las restauraciones hacen que las piezas sean menos originales. ¿Qué le falta a la Victoria de Samotracia? Nada”
P. ¿Y qué opina del arte político que descuida la estética?
R. Esto viene de lejos. En el arte político hay una parte de mala conciencia, una especie de auto indulgencia de los placeres estéticos que se identifican tradicionalmente con un planteamiento burgués. Por muy importante que sea el contenido, el medio tiene que estar a la altura. El arte bueno, como la pornografía, se reconoce cuando lo ves. El mejor ejemplo es el Guernica de Picasso, famoso no sólo por lo que cuenta sino porque está muy bien hecho.
P. Ha hablado también del museo como “basurero”, ¿cuál es su misión?
R. La basura no deja de ser detritus. En realidad la cultura es eso, lo que dejamos atrás, lo que digiere este súper organismo que es la especie humana. Estas heces son lo que consideramos patrimonio y guardamos para ver si nos enteramos de lo que somos. Desacralizarlo me parece saludable. Pero, por otro lado, en esto soy muy clásico, la función del museo es la preservación, el estudio y la explicación de sus fondos y una buena colección es fundamental. Sin embargo, en la próxima reunión del Consejo Internacional de Museos se va a discutir sobre lo que tiene que ser el museo hoy, sobre ecología, cuando la misión del museo no es preservar el planeta sino conservar el arte. Parece que no se creen su propia función y tienen que darle otro cariz. El museo tiene que coleccionar y para los contenidos estamos los artistas. Estas son preguntas más pertinentes que salvar el planeta. Habrá artistas a los que les interese la política, la ecología y el contenido de su obra sea ese, otros a los que les interese el arte y nada más. Lo que está pasando con los museos de bandera –el Reina Sofía, el MACBA…–, en los que todo tiene que ser político y conceptual, es una animalada. Los pintores figurativos en este país, por ejemplo, lo tienen muy difícil.