Uno de los postulados genuinamente machadianos, “todo es empeorable”, se demuestra con la mayor diligencia en el drama cívico al que voy a referirme. El éxito vivido por el alias Paseo del Arte para el madrileño Paseo del Prado ha empujado con los años a subir las apuestas y proceder a la redenominación de una estación de metro vecina, como para sentar ejemplo aún más firme.
Se dice que el tiempo lo cura todo, aunque siempre está por ver cómo lo logra y qué cantidad de sí mismo sacrifica. Hace seis meses, poco más o menos, el viejo apeadero del metro de Madrid que antes se llamaba Atocha cambió su nombre por el de Estación del Arte, y esa nueva designación, visible en rótulos de hierro vidriado por los andenes y demás, aún no se me ha acomodado al entendimiento. Nada me indica tampoco que un semestre después mi capacidad comprensiva se encuentre más cerca de lograrlo, pues de momento sé decir mejor dónde está Atocha que cómo responder a quien me pregunta por dónde queda el Arte, y menos aún por su consistencia y facilidades. ¿Todo se andará? Metro de Madrid me informa: el apeadero Estación del Arte dista 230 metros de un Museo Nacional, 600 metros de otro y 850 de un tercero. Es así que en no muy distantes lugares, pero no en la estación, está el arte o el Arte, según se dice, al acceso del viajero. Hubieran acertado más diciendo Trasbordador del Arte, pero el afectado edil o el Grande de España que tuvo la ocurrencia prefirió llamar a ese veterano apeadero subterráneo Estación del Arte, que suena más terminal. Todo ello para invitarnos a contestar a quienes nos pregunten por el arte en el subsuelo lo siguiente: está repartido entre tres museos y se escribe con mayúscula. La urbanidad del Consorcio de Transportes tiene uno de sus fundamentos en el amor al Arte, que demuestra cuanto puede. Metro de Madrid consigue de resultas ser más concluyente y positivo sobre cuestiones artísticas que, pongamos por caso, el viejo tratado Museo pictórico de Antonio Palomino, cuya autoridad, como la de otros que en tiempos la tuvieron por estos lares, desplaza definitivamente, vía férrea abajo.
Todo empezó haciendo cultura con expansionistas mayúsculas, en era militar, cuando en 1941 se llamó plaza del Emperador Carlos V a la glorieta de Atocha, en cuyo angosto subsuelo ya hacía parada el metro de Madrid desde que se excavó su línea 1. Mucho después siguió haciéndose cultura, esta vez material, al rehabilitar un hospicio abandonado a 230 metros para dar alojamiento digno a un indigente en España, el arte moderno, en lo que fue y es el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Ese hito se acompañó de otros cuantos, tan largos de contar que ahorro su relato. Y culturalmente de todos ellos se benefician vecinos y forasteros. Pero las actuaciones sobre los maltrechos antiguos suburbios de la ciudad nunca se juzgan suficientes, y entre las últimas medidas destaca absolutamente la que se anuncia a la sociedad como guinda del postre urbano: el cambio nominal de una estación de metro. Tenía que embellecerse el nombre, y ablandarse un poco, para asemejarse en lo posible a una fruta escarchada: ¡Estación del Arte! Con esa nomenclatura y su mayúsculo adorno repostero se relanza, se renueva y se recarga la función civilizadora de los museos vecinos, uno de ellos bicentenario. Si en una feria leo un vistoso cartel que dice “La mujer barbuda”, sabré sin más qué puede contemplarse en el interior de la barraca a la que da paso. Asimismo el nuevo nombre de la estación ahorra dudas al viajero, avisa a quien en ella desembarca que se encuentra en proximidad del Arte. ¿O qué son Guernica y Carlos V en la batalla de Mühlberg, sino Arte? ¿Sí o no? Para disipar dudas hacía falta un cartel.
Pero, ya puestos, para ser digna y justa por completo la redenominación del apeadero, para que sea estación de verdad y para corregir, por tanto, toda sospecha de desajuste, tendría que estar considerada también como artística la creación en ciernes y ofrecerle hospedaje. Por eso, deberían suministrarse a los artistas pases gratuitos de transporte público en la Estación del Arte, o facilitarles alguna prestación de utilidad, para que no se quede todo en atenciones a los artistas de los libros. Podría servir generosamente y a cualquier hora de estación de avituallamiento a los artistas vivos que necesiten nutrirse, prestar sus andenes como espacios de taller. Y habría sitio en sus galerías subterráneas para celebrar un festival, incluso proyectos que ejecutar desde el subsuelo, como el de horadar artísticamente conductos de ventilación en la Estación del Arte para comunicarla con Atocha.
Pero todo eso es muy utópico de pensar, y más bien poco previsible, con los presupuestos tan mermados en todas partes. La Estación del Arte vino para quedarse más quietecita, como una valla publicitaria estable, amplificada, eso sí. En ella tenemos muchas ocasiones de escuchar por megafonía, después de cualquier comunicado: “¡Disculpen las molestias!” No hay más. Si el nombrecito no suena muy bien, “disculpen las molestias”.