Cuenta Enrique Quintana, coordinador jefe de Restauración y documentación técnica del Museo del Prado, que el oficio de restaurador es tan antiguo como la pintura, convencido de que en la Prehistoria ya había quien hacía pequeños retoques en las zonas deterioradas de las pinturas rupestres de su cueva. “El ánimo de conservar está en el ADN del ser humano -añade- ya en el siglo XVI tenemos noticias de artistas como Tiziano, que restauraban sus propias obras”. En el Prado, fue Vicente López Portaña quien se encargó del traslado de las obras de la colección real al edificio de Villanueva, y José Bueno el primer restaurador con cargo “en plantilla”. La copia de su juramento es lo primero que nos encontramos al entrar en el taller de restauración de pintura, dentro de una suerte de altar dedicado a la historia del museo. Comparte pared con las fotografías de un trajeado Jerónimo Seisdedos López, el restaurador al que se encomendó la preciada Anunciación de Fra Angelico en los años cuarenta, y la de un imponente John Brealey, el director del Departamento de Restauración del Metropolitan Museum de Nueva York que llegó al Prado en 1984 para limpiar Las Meninas.
Los restauradores son los que “tocan” las obras, interviniéndolas directamente cuando los conservadores se lo solicitan. Las causas pueden ser variadas: desde una exposición inminente en el museo, hasta una posible compra. Son también los encargados de valorar los riesgos del traslado de piezas a otros centros y exposiciones, y en caso de que viajen, las acompañan como “correos” para asegurarse de que no sufren ningún daño y llegan y son manipuladas correctamente. Separados por especialidades -pintura, escultura y artes decorativas, documento gráfico, soporte de madera, marcos y documentación técnica- los talleres, el recinto blindado y el laboratorio se reparten en varias plantas del edificio de Moneo. Cuentan con un equipo de 25 personas que se refuerza con varias becas, entre ellas tres destinadas a jóvenes patrocinadas por Iberdrola, que colabora además con una ayuda anual de 300.000 euros. Enrique Quintana lo tiene muy claro: “No hay que escatimar en materiales porque todo lo que empleemos va a permanecer en la obra”.
Esperando a Fra Angelico
El taller más numeroso, con diez personas en el equipo, es el de pintura. Da a lo alto del claustro de los Jerónimos y disfruta de una luz privilegiada. Entre el bosque de caballetes -de madera, pero también metálicos y mecanizados- la vista se va inevitablemente a La Anunciación de Fra Angelico (1425-26), en manos de Almudena Sánchez desde abril. “Estaba muy sucia -recuerda- con una superficie de polución gris que anulaba el volumen y la profundidad y ocultaba el colorido del manto de la Virgen que está hecho con azul de lapislázuli, un pigmento muy rico, y muy caro, que en la época se pagaba aparte. Pero, sobre todo, el gran problema de conservación es una grieta central que pasa por el ángel y que ha sufrido múltiples repintes para ocultarla. Aún así, la pieza está muy bien conservada para su antigüedad y no se han perdido detalles delicadísimos, como las cejas, las uñas de los dedos, las pestañas”. Ya está cerca del final, en los albores de la fase de reintegración cromática, en la que aplican el color sobre las zonas en las que ha habido pérdidas.
"No sé si a Velázquez le sentaría bien que hagamos todas estas pruebas. Es desnudar su intimidad”
Pero no todo son lienzos en la zona de pintura, a su espalda tiene toda una colección de radiografías de esta obra maestra del Quattrocento que nos da pistas sobre su proceso creativo. Se toman en lo que se conoce coloquialmente en el museo como el “búnker”, un recinto blindado, emplomado para frenar la radiación de las pruebas de los rayos X y los infrarrojos. La maquinaria parece más propia de un hospital que de una pinacoteca: una gran pantalla para visionar las radiografías, varias máquinas de rayos X y una de reflectografía infrarroja.
Desvelando secretos
Estas pruebas son la primera fase de toda restauración, como cuando en un hospital llegamos al médico con la analítica tomada. Sirven para apreciar las capas ocultas bajo la pintura y el dibujo subyacente. “No sé si a Velázquez le sentaría bien que tengamos acceso a todas estas pruebas. En cierta manera es desnudar su intimidad, sus secretos, los cambios que se fueron haciendo en una composición, si empleó lienzos reutilizados... La Condesa de Chinchón de Goya, por ejemplo, oculta tres obras diferentes”, bromea Inmaculada Echeverría, jefe de sección de este Gabinete de documentación técnica.
La reflectografía infrarroja fue precisamente la que ayudó a confirmar en 2012 que La Gioconda del Prado se había pintado a la vez que la del Louvre, en el estudio de Leonardo. “Fue muy emocionante -recuerda Almudena Sánchez- no esperábamos esta noticia porque esta obra la habíamos tenido siempre como una copia posterior. Partiendo del estudio técnico, descubrir que eran idénticos y que existían los mismos cambios de composición, los mismos arrepentimientos... El paisaje oculto bajo el repinte negro demostraba que no era una copia sino una obra realizada al mismo tiempo por un colaborador suyo en su taller. ¡Teníamos algo muy superior a lo que creíamos! Y el Louvre ha conseguido mucha información importante gracias a la nuestra, pues la suya tiene muchas capas de barniz que ocultan el colorido original”.
Hay otras piezas con las que se trabaja por motivos distintos a una exposición inminente. María Antonia López-Asiaín tiene desde hace cerca de un año entre manos el retrato de María Tudor pintado por Antonio Moro en 1554 porque tenía su fondo oscurecido y amarillento. También ha trabajado en piezas cuya compra estaba supeditada al resultado de una restauración, como La Oración en el huerto con el donante Luis I de Orleans, una pequeña tabla anónima francesa del siglo XV. “Bajo un repinte marrón que imitaba una montaña aparecieron dos figuras y se descubrió que todas las demás estaban rehechas y que en realidad la calidad era mucho mejor -recuerda López-Asiaín-. Además de ser una pieza excepcional porque apenas existe pintura francesa del XV sobre tabla”.
Aunque para pruebas sorprendentes la dendrocronología, que sirve para datar objetos de madera desde el momento en el que se tala el árbol y tiene un margen de error de sólo 10 años. Se hace en el laboratorio de análisis donde Maite Jover y Lola Gayo, bióloga y químico, trabajan codo con codo rodeadas de microscopios, cubetas y tubos en el estudio de los materiales empleados, las técnicas y el tipo de pigmentos, que arrojan mucha luz sobre la época en la que fueron realizadas. “Cada obra es un mundo y requiere un tratamiento específico y único, como ocurre con los pacientes en los médicos. Cambia la genética (los materiales) y la trayectoria histórica de la obra (si ha tenido distintas restauraciones, se ha movido, etc.). La obra viene con sus análisis pero hay que interrogarla, hablar con ella y ver qué necesita, aunque apliquemos criterios generales como la reversibilidad”, añade Quintana.
El taller de dibujo mucho tiene que ver, al menos en apariencia, con el laboratorio. Inmaculado, con maquinaria high tech como una cámara de deshumectación por sonido o una de succión, aquí todo está perfectamente organizado. “El papel es el soporte más delicado -explica María Eugenia Sicilia-, no tiene un barniz que lo proteja, por eso nuestro taller es muy pulcro. No podemos permitirnos que se derrame ni una gota”. Sicilia tiene ahora mismo varios frentes abiertos, entre ellos la restauración de los dibujos de Goya que irán a la exposición que cierra la programación del Bicentenario. Sobre su mesa, varios dibujos del “Álbum C” pegados a un segundo soporte rosado del que los está separando con mucho cuidado. “En su día se recortaron y vendieron ocultando su parte trasera y al retirarla se han encontrado anotaciones de Goya que pueden arrojar más luz sobre estas piezas. Los principales daños tienen que ver con las tintas metaloácidas que utilizaba que con el tiempo han perforado el papel. La mayoría son bocetos para obras más grandes que se dejaban sin cuidado en una mesa, de ahí las manchas de grasa, las marcas de chinchetas...”. Además de la restauración, tienen por delante el enmarcado que hacen en una sala contigua.
"Los dibujos de Goya se recortaron ocultando su parte trasera y hoy se han encontrado anotaciones”
Pero hay otro taller destinado específicamente a la restauración de los marcos históricos -los de los dibujos de Goya son contemporáneos- todo un descubrimiento porque como explica Gemma García Torres hay que tener en cuenta que “hasta el invento de la electricidad, las pinturas se apreciaban bajo la luz de las velas y los juegos de reflejos de los marcos dorados tenían una función lumínica, daban vida a estas pinturas. Artistas como Sorolla diseñaban sus propios marcos”. En el taller consolidan los daños, los refuerzan y cubren de nuevo siguiendo la artesanal técnica de dorado con pan de oro “como se hacía en Palacio”, donde había una tradición de gremios con carpinteros, ebanistas, ensambladores y doradores.
Los mejores profesionales
Comparten el estudio con José de la Fuente, al que pillamos “por los pelos” a punto de volar a la National Gallery de Londres a trabajar en un cuadro de Boticelli. De la Fuente es un referente internacional en soportes de madera, donde los expertos se pueden contar con los dedos de una mano. Forma parte del programa Panel Paitings Initiative de la Fundación Getty, que ha invertido 17 millones en que profesionales de otros centros puedan formarse. El trabajo “fino” lo hace en un anexo al taller de pintura, rodeado de lo que parecen herramientas de carpintería. Teniendo en cuenta que hasta el siglo XVI todos los cuadros se hacían sobre tabla, queda clara la importancia de esta especialidad. “Si la estructura no está bien no se puede tocar la pintura”, explica de la Fuente. Para entendernos, el soporte es como los cimientos de un edificio y el de madera tiene muchas complejidades: sufre mucho con la humedad y los cambios de temperatura y hay que dejar que se mueva libremente, sin bloqueos. Estas reparaciones se encomendaban hasta hace poco a carpinteros guiados por restauradores, de ahí muchos de los problemas actuales.
Pero, ya lo vimos cuando hablamos con los conservadores del Prado: no todo en este museo es pintura. En el taller de escultura y artes decorativas conviven los estuches del Tesoro del Delfín, piezas de madera recubierta de una capa exterior de cuero y dorados y una interior de terciopelo, con un busto romano de alabastro o piezas de santos de madera. “Es un espacio muy versátil -cuenta Sonia Tortajada- pasan por aquí desde piezas de dos toneladas hasta pequeños bustos”. El Tesoro del Delfín, supuso una labor de casi cuatro años de trabajo. Más de 100 piezas que podemos disfrutar desde junio del pasado año en la segunda planta del edificio Villanueva.