Eduardo Arroyo
Ha fallecido hoy, 14 de octubre de 2018, Eduardo Arroyo (Madrid, 1937) y con él desaparece el último superviviente de lo que fuera el peculiar pop español. En el panorama grisáceo y anguloso de nuestro arte de los años sesenta, protagonizado por el informalismo y la abstracción geométrica, la aparición de sus cuadros produjo un enorme desconcierto. Para el franquismo, su figuración colorista, que tomaba como motivo figuras canónicas de la cultura oficial (el torero Carancha, Velázquez, la Maja goyesca) rezumaba sin embargo una ironía intolerable. De hecho, tras su exposición en la galería Biosca en 1963 (clausurada antes de terminar) no volvió a exponer en España hasta 1977. Pero enseguida, series como Vivir y dejar morir o el fin trágico de Marcel Duchamp (1964), en la que convertía a la vanguardia en objeto de una crítica cruel, le enajenaron el favor de buena parte de la crítica más avanzada.Esos temas iniciales y la manera de pintarlos, marcaron el resto de su trayectoria, hasta los últimos años: pintura abocetada, de cartel, de gran poder visual. Y España y sus tópicos como tema, junto a una desconfianza hacia el vanguardismo, sus figuras santificadas y las modas, si es que no son lo mismo. Su elogio del mercado artístico, como corrector natural de una cultura subvencionada, ha seguido produciendo a su alrededor una incomodidad saludable para quien nunca hizo lo que resultaba más oportuno hacer.
Arroyo, que se marchó a París en 1958 huyendo de una España asfixiante con la intención de abrirse camino como escritor, nunca abandonó del todo esa vocación. En una decena de libros plasmó su pasión por el cine y el boxeo (destaca Panamá Al Brown, de 1988) y la devoción por una serie de autores tan inasimilables en su época como lo fue él mismo (El trío calaveras, de 2005, dedicado a Lord Byron, Goya y Walter Benjamin). Además de escultor y maravilloso ilustrador de libros, destaca su faceta de escenográfo. Su trabajo en La vida es sueño, dirigida por José Luis Gómez en 1982, y en la ópera Tristán e Isolda, dirigida por Klaus Grüber en el Festival de Salzburgo en 1999, fueron dos creaciones memorables.
Expulsado de España en 1974, aunque regresó poco después, lo ya dicho le supuso una cierta frialdad de la crítica, hasta que el 1982 se le otorgó el Premio Nacional de Artes Plásticas. Y en 2000, el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte le concedió la Medalla de Oro al mérito en las Bellas Artes. Su larga estancia en París y sus contactos con el coleccionismo italiano le habían granjeado un reconocimiento que tardó en llegarle en su país. Si bien es cierto que en los últimos años se prodigaron las exposiciones y los reconocimientos. Sus obras forman parte de las colecciones permanentes de importantes instituciones como el Museo Nacional de Arte Moderno de París o el Museo de Arte Moderno de Nueva York. El Museo Reina Sofía posee algunos de sus cuadros más destacados, que exhibe de forma permanente. Y sigue exponiendo hoy. Su última comparecencia, titulada Eduardo Arroyo. Tríptico. Teatro, Arte y Literatura, se puede visitar hasta el 10 de noviembre en el Torreón de Lozoya de Segovia.
Pero todo lo dicho no da idea de su personalidad desbordante, su ingenio travieso, su generosidad. Impecablemente vestido, con sus americanas de terciopelo y una copa en la mano, podía hacer pasar de la carcajada a la congoja y vuelta a todo un auditorio. Eduardo Arroyo, además de un gran artista era todo un personaje, en el mejor sentido de la palabra.
De raíces leonesas, Arroyo pasó cada vez más tiempo, en la última década, en la localidad de Robles de Laciana, donde está previsto que reposen sus restos.