Detalle de Autorretrato con graffiti II, 1982

Cuando conocí a Álvaro Delgado estaba a punto de cumplir setenta y cinco años y me pareció la persona más activa del mundo: leía periódicos y libros, estaba al tanto de todo, hablaba por teléfono, viajaba, participaba en varias tertulias, iba al cine, concedía entrevistas, cenaba con amigos, organizaba exposiciones y publicaciones. Hacía todo eso con el mismo entusiasmo aparente y sin embargo nada le distraía de su vocación central, de su gran pasión, que era la pintura. Por aquel entonces le recuerdo indignado de que en un manual de Historia del arte español le hubieran atribuido unos carteles de propaganda del bando franquista en la guerra civil, confundiéndole con un tal Teodoro Delgado.



El adolescente Álvaro Delgado había pasado la guerra en Madrid, bajo los bombardeos, aprendiendo a dibujar en la Biblioteca Nacional bajo la tutela de un tal Daniel Vázquez Díaz. Su segundo maestro, ya terminada la contienda, fue Benjamín Palencia, que reclutaba pintores jóvenes para ir a pintar a Vallecas (recreando sus propias excursiones allí con el escultor Alberto). Álvaro participó en estas salidas quijotescas, como él mismo ha contado con mucha gracia, junto a sus amigos Francisco San José, Carlos Pascual de Lara y Gregorio del Olmo, y eso fue lo que luego se conoció como Segunda Escuela de Vallecas. De allí nacería después una Escuela de Madrid que trajo a España las innovaciones importadas de París "pero con un fondo de cierta intención castiza", según ha escrito Calvo Serraller. Pero la trayectoria de Álvaro ha ido más allá de esa Escuela de Madrid, mucho más allá de los usos moderados de sus compañeros de generación.



Aunque a veces se le conozca sobre todo por sus retratos, Álvaro se negaba a dejarse encasillar en eso: "No me creo retratista, sino un pintor que a veces hace retratos". Él sabía perfectamente que el retrato había sido un gran terreno de prueba para los experimentos de la pintura moderna: para Cézanne, Van Gogh, Matisse, Picasso, Kokoschka, Soutine o Bacon. Y se proponía pintar retratos que fueran al mismo tiempo pintura con toda la ambición y toda la libertad posible. Sus mejores retratos son los de grandes escritores que hacía con tanta frecuencia para El Cultural. Mis preferidos son los de los autores más sombríos: Kafka, Beckett, Lovecraft, Céline, Borges, Soljenitsyn o Leopoldo Panero hijo.



Detalle de El cazador de mariposas, 1994

La razón de que esos retratos fueran tan memorables era que Álvaro amaba el desafío de proyectar en cada uno de ellos el mundo imaginario que un determinado escritor había creado. Él mismo era un narrador apasionante e inagotable, a quien escuché infinidad de historias, algunas de ellas cómicas, como las anécdotas de César González-Ruano o de Juana Mordó o de Luis González Robles. Aunque yo prefería con mucho las historias trágicas: el final del joven Luis Castellanos, que murió de tuberculosis con poco más de treinta años, el talento del malogrado Carlos Pascual de Lara, las desventuras de Felipe Santullano, que terminaron en suicidio, o la automutilación de uno de los grandes críticos de la época, Ramón Faraldo.



Álvaro Delgado había estudiado en serio el cubismo y en su pintura seguía habiendo una estructura cubista más o menos evidente, pero trastocada por lo gestual. Ingres decía que en el dibujo los contornos de los cuerpos deben abombarse, nunca ahuecarse. En la obra de Álvaro, los contornos de las cosas son muchas veces cóncavos, porque el espacio es activo e invade los cuerpos, arrancándoles trozos de su masa. El pintor cuenta con el vacío, el intervalo entre los cuerpos, y le concede un papel de antagonista. Este juego recíproco de figura y fondo, lleno y vacío, cosas y espacio, se convierte en un combate. En la pintura de Álvaro, ya fueran paisajes, bodegones o retratos, siempre había un espíritu agonal. Todo esto, expresado con un gesto y una caligrafía inconfundibles, lo sitúa, si es que hay que situarlo en alguna parte, en la gran tradición expresionista del siglo XX, con referencias especiales a un Soutine y a un De Kooning (el figurativo, el de las Women) y naturalmente a Picasso, especialmente el último Picasso.



Todavía recuerdo la impresión que me hizo su exposición Eros y Tánatos en el Círculo de Bellas Artes, en el año 2000: la de un artista que con la edad había perdido el miedo a todo. Dentro de esa exposición había alguna serie dedicada a inventar variaciones sobre grandes modelos de la tradición pictórica: por ejemplo, sobre el famoso grabado de Durero El caballero, la muerte y el diablo. El repertorio de Eros recorría también la Historia del arte, desde las Venus neolíticas hasta la mitología griega y del Renacimiento hasta el Picasso tardío. Aunque la afinidad más importante con el viejo Picasso no tenía que ver con ningún préstamo concreto, sino con el erotismo muy explícito que Álvaro adoptaba con sus series dedicadas a Venus ensimismada o Venus y el mandril por ejemplo. El viejo Álvaro era, como el último Picasso, capaz de atreverse con todo y demostrar en el desafío su irresistible sentido del humor. El mismo humor que usaba en la vida. Lo recuerdo con su vozarrón grave, hablando de la cosa más seria con grandilocuencia teatral para reírse un poco y sobre todo hacernos reír y no puedo evitar imaginarlo ironizando suavemente sobre nuestro duelo.