El espectro del Ángelus, c. 1934
El amor y el odio por los trabajos y la obra de Salvador Dalí (1904-1989) siempre caminan juntos. Da/Niet, sí y no, Dalí o Piet Mondrian según su famoso juego delirante. Esta observación es temprana y es el propio Dalí el que nos la averigua. Su belleza será insoportable, pura obscenidad. Nadie puede amar su pintura o sus escritos sin alcanzar un mínimo conocimiento y en éste, inevitablemente, lo primero que te asalta es un cierto asco, una colmada repugnancia ante tanta rareza, excesiva y aparentemente innecesaria. Lacan advertiría que lo real es insoportable y que Dalí trabaja incansable en ese desvelamiento de lo real. Es de todos conocido el parentesco entre lo que Dalí llamó método paranoico-crítico y algunas de las tesis psicoanalíticas lacanianas. En fin, es la misma literatura, y si el método psicoanalítico puede ser cuestionado como superchería, los mismos ingredientes se han extrapolado al método daliniano como una de las herramientas más preclaras para el trabajo visual de los artistas.
En su libro sobre el Mito trágico de El Ángelus de Millet se hace un enunciado completo de dicho método refrendado con un par de éxitos: haber desvelado el "crimen" escondido en el cuadro -un ataúd que para Dalí tiene la inconfundible marca del Edipo freudiano- y haber revelado el secreto que se escondía en la obra idílica de Millet: pornografía con campesinas y alabanza del placer anal. Por supuesto que estos éxitos "científicos", o sea, esta afirmación positiva de su método, presentan una veta humorística indudable. En este sentido debemos interpretar su interlocución con los grandes científicos que alcanzaría un paroxismo nada desdeñable en sus apelaciones a Planck, Thom o Heisenberg. La verdad científica puesta a prueba por fe ciega y sin ninguna demostración visible. O cómo diría Dalí, por hipóstasis, no por hipótesis.
En positivo, el Método tiene un notable efecto ridículo. Por ejemplo, los que amamos la obra de Oteiza sabemos de este parentesco y que sus indagaciones antropológicas se sostienen mejor a la luz paranoico-crítica que bajo la lectura atenta de Lévi-Strauss. Agustín de la Herrán, por ejemplo, otro escultor vasco, debe su posteridad al efecto productivo del mismo delirio, creyendo ver en la obra de Goya, en este caso, las claves para descifrar el universo entero. También la escritura mística de Val del Omar o el sincretismo de Juan Eduardo Cirlot ganan bajo esta metodología. Se trata de eso precisamente, de reafirmar positivamente indagaciones cercanas, para entendernos, a una cierta teología negativa. En los años 40, el aislamiento español bajo la bota franquista era asfixiante y, por gracia o desgracia, la cosa Dalí era lo único a que podía atenderse. Una lectura paranoica de aquel momento totalitario ofrece una explicación no poco exacta: la generación de la República, la misma de la que eran hijos Lorca, Buñuel o Dalí, sólo podía deglutir su legado mediante el delirio, un delirio crítico a ser posible. Lo putrefacto, lo que nació como un gag entre los amigos de la Residencia, no podía ser mejor emblema para toda una época.
El cliché de gala
El tiempo transcurrido entre el guión y el estreno de La edad de oro son fundamentales para Dalí, entre otras cosas por la definitiva irrupción en su vida de Gala. Nos faltan todavía materiales que nos den una dimensión completa de esta verdadera virtuosa, una artista o intelectual -lo que ustedes prefieran- seguramente sin obra pero que, desde luego, tuvo que contribuir en gran medida a definir el modo de hacer que hoy conocemos como Dalí. Su caricatura como simple musa del pintor es a todas luces reduccionista.Además, su contribución al método paranoico-crítico no es meramente biográfica, late de fondo su preparación intelectual y el vínculo que Dalí establece entre ella y la Gradiva de Freud-Jensen, que delata toda una senda de trabajo precisamente con las imágenes. En los grabados que hizo el pintor para Los cantos de Maldoror de Lautréamont, verdadero catálogo de sus obsesiones y obra vinculada directamente a la elaboración del método paranoico-crítico, podemos reconstruir una cierta secuencia: sobre el retrato de Gala las nubes van formando las figuras del Ángelus, las nubes van tomando la forma del Napoleón y sus ejércitos de Meissonier que avanzan sobre los campos de Europa, los campesinos orantes se metamorfosean en homúnculos construidos a base de aperos de labranza, sacos, horquillas y otras herramientas, los ejércitos napoleónicos les atraviesan, los monstruos empiezan a devorarse entre ellos...
El mito Gala, es verdad, sintetiza a la perfección los objetivos últimos del trabajo de Dalí: el amor, el dinero y el arte -tres invenciones culturales de la Europa meridional en los albores de la Edad Moderna-. Y la estrecha ligazón que hay entre ellos, vínculo que es, a su vez, una verdadera guerra civil. Es por eso que los trabajos de Dalí muestran el más veraz retrato del capitalismo, su indecencia es pornográfica, su éxito es mimético, son la misma cosa. "El encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser en una mesa de disección", el famoso verso de Lautréamont, que era también para Guy Debord una exacta definición de la alienación capitalista, de su monstruosidad.
Impresiones de la Alta Mongolia, 1976
Sobre franco y ser franco
Es cierto que la mayoría de las declaraciones políticas de Dalí son propias de un imbécil, pero en sus idioteces hay siempre un interés simbólico, no muy distinto al que podemos observar en los elogios de nuestros camaradas por el presidente Mao o el comandante Hugo Chávez. Nada ha ridiculizado más la estética del nacional-catolicismo que la pintura de Dalí, mero nudismo. Sus boutades sobre Franco y ser franco, o sea, ser sincero, rozan el détournement o lo que Carlos Monsiváis llamó, políticamente, el cantinflismo. Durante los años sevillanos de Martin Kippenberger, insistía en repetirnos estos chistes de incorrección política y en reivindicar para el arte que se hacía en España, no a Picasso, obviamente, sino a Dalí. Según él mismo afirmaba, "para Sigmar Polke, Gerhard Richter, Hans-Peter Feldmann o Jörg Immendorff más importante era Dalí que el mismo Joseph Beuys". La soberbia alemana tenía matices colonialistas, claro. Era evidente que para la generación que se movía alrededor de las revistas Figura, Figura Internacional y Arena -que nunca fue un club de nostálgicos de la pintura, como ahora se pretende-, la relación con el trabajo de Dalí era foco constante de discusiones. Fuera con Mar Villaespesa o con Chema Cobo, Pepe Espaliú o Rafael Agredano, Guillermo Paneque o Juan del Campo, la cuestión Dalí estaba muy presente, entre otras cosas porque se dilucidaba en otra discusión de fondo: superar el banal antagonismo entre modos de hacer objetuales y conceptuales y entrar de fondo en el trabajo lingüístico del arte.Y, desde luego, en este sentido, los escritos magistrales de Ángel González García o Juan José Lahuerta vinieron a dar luz sobre este asunto. Juan Antonio Ramírez los presentó alguna vez como crítica-paranoica y la falta de cultura general de la mitad del mundo del arte español -ya saben, a ciertos críticos les gustan los artistas mudos: los discursos, soflamas y alegatos pretenden ponerlos ellos, en fin- no supo ver que se trataba de un acertado elogio. El propio Ramírez en su ponderación del método paranoico-crítico como ciencia de las imágenes acudió a comparar el Método con las líneas abiertas por Aby Warburg, Erwin Panofsky, Sigmund Freud o Walter Benjamin y se atascó en el dilema dialéctico. Lahuerta y González tomaron a los Carl Einstein y Georges Bataille de Documents como camino para dilucidar un sistema de trabajo que, si bien dual, no precisaba de la síntesis sistemática para hacer hablar a las imágenes.