En la década de los 70 Italia fue un incendio, por no decir una guerra. El ideal comunista prendió en una juventud encorsetada en un modus vivendi demasiado estrecho para su idealismo. Tras las revueltas del 68, se desencadenó la violencia, justificada -argumentaban sus ideólogos y practicantes- en la nula voluntad del Estado (en manos básicamente de la Democracia Cristiana) de alterar el paradigma sociocultural que les castraba. También aducían las matanzas perpetradas por los neofascistas (Piazza Fontana, Piazza della Loggia…), de las que debían defenderse. El padre de Marta Barone (Turín, 1987) se implicó a fondo en esos movimientos juveniles de izquierda. Militó en el Partito comunista italiano marxista-leninista, una escisión del poderoso PCI, considerado demasiado conservador. Y le acabaron acusando de pertenecer a banda armada. Su hija, al topar con el papeleo de aquel proceso judicial, sintió la necesidad de esclarecer la verdadera participación de Leonardo Barone en los anni di piombo. Era su manera de restituir su ‘honor’ y, de paso, conocerle mejor, dado que mientras vivió, hasta 2011, la comunicación entre ellos estuvo dominada por los silencios. De ese impulso nació Ciudad Sumergida (Random House), novela finalista del Premio Strega que aúna la literatura de autoficción -valiente y descarnada- y el periodismo minucioso y de largo aliento.
Pregunta. Encontró en casa de su madre los recortes de prensa y el papeleo del proceso contra su padre. ¿Qué sintió al ver esos documentos?
Respuesta. Esos papeles fueron una especie de toque de atención del pasado de mi padre. Una figura misteriosa, desconocida para mí, que se movía entre las sombras. Detrás de mi deseo de escribir este libro está básicamente eso: un acto de interés o atención. Citando a la escritora Critina Campo, “la atención es el camino hacia lo inexplicable, la única ruta hacia el misterio”. Así se pasa de la ceguera a la visión. Eso es lo que hecho respecto a mi padre: interesarme por él, por el joven que fue, por todas sus múltiples formas y por la forma que lo compendia, y luego transformarlo en un objeto artístico y al mismo tiempo hacer saltar en añicos el silencio que nos separó. La novela nace de los encuentros sucesivos con personas que me ofrecían testimonios diversos sobre él y del deseo de rellenar esta historia repleta de agujeros que acabaron por obsesionarme.
P. No fue fácil reconstruir la figura de su padre, y sus vicisitudes en los ‘años de plomo’. Por ejemplo, cuando regresó a su pueblo, en Apulia, tuvo una experiencia decepcionante: percibió que allí no quedaba nada de él. ¿Pensó muchas veces en tirar la toalla?
R. No, nunca. Todo ha sido largo y difícil, y a menudo lo que encontraba no se correspondía con mis expectativas, o simplemente no existía. Sin embargo, era una motivación, una sensación de vértigo, que me empujaba a continuar. Y al final, cuando el libro ha tomado forma en mi cabeza, la lucha todavía continuaba pero no he parado hasta concluirlo, hasta escribir la última palabra.
P. ¿Ha cambiado mucho la relación con el recuerdo de su padre después de realizar esta concienzuda investigación y su plasmación literaria?
R. Mucho, sí, porque he podido entender (y no entender también) sus muchos silencios, su relación con la muerte, y porque además he podido amar con inocencia al joven inocente, entusiasta y generoso hasta autolesionarse que era antes de la desviación originada por el encarcelamiento injusto y todo lo que vino después. He encontrado un sistema de comunicación con su vida anterior y, en parte, con su vida junto a mí, tan marcada por la dificultad y el sufrimiento. Estoy convencida de que si hubiéramos tenido más tiempo, habríamos acabado hablando algún día. Martin Amis dice que consiguió hablar con su padre sólo después de cumplir 30 años, y a mí no se me concedió ese regalo.
P. Parece un contraste llamativo venir del mundo de la literatura infantil y debutar en la adulta con un libro sobre los ‘años de plomo’, cargados de ideología, dolor y violencia.
R. No lo es particularmente. A mí me interesan las historias: entré en la literatura infantil por casualidad pero siempre he querido escribir para adultos. Si hay una historia, la sigo, no importa cuánto dolor me pueda procurar. Aunque espero que las próximas que escriba no me generan tanto como Ciudad sumergida. Mi idea para el futuro es escribir para niños y adultos, porque siempre he creído en la importancia de la buena literatura para jóvenes, pero creo que mi camino principal es otro.
P. ¿Cuánta distancia hay entre la juventud de hoy y la de la generación de su padre, que, según Erri di Luca, fue la última generación revolucionaria de la historia?
R. Hoy no hay utopías, ni una visión imaginativa, ni una ilusión en la que creer. Ellos creían en la revolución porque ocurría en otros lugares. Ahora el mundo se agranda y se achica al mismo tiempo, paradójicamente. Estamos atascados pero percibo una tentativa que supere el fin del mundo, algo que los jóvenes de los años 70 ni siquiera tenían en cuenta. Se avecinan muchas cosas imposibles de prever.
P. De Luca, que militó en Lotta Continua, distingue entre lucha armada y terrorismo, para dejar claro que sus compañeros ejercitaron la primera, no el segundo. ¿Cree que tiene base esta diferenciación?
R. No lo sé. No soy politóloga ni una historiadora, pero he sentido el disgusto en algunos de los testimonios que he recabado respecto a la lucha armada, que en cierto modo castró las otras luchas. Para mí la distinción es clave es otra: pensar “ese merece ser asesinado” y asesinarlo. Entiendo que De Luca quiere separa los homicidios ‘comunistas’ de las masacres fascistas. Sin embargo, había otros caminos y han sido muchos los que los recorrieron. Mi padre, por ejemplo, buscaba a los jóvenes más frágiles, los que más probabilidades tenían de acabar reclutados por Prima Linea (la formación armada más fuerte en Turín), para hablar con ellos y explicarles que ese no era la mejor manera de cambiar la sociedad, que la violencia traería represión. Hay que decir también que de aquella generación murieron muchos jóvenes por culpa de la heroína.
P. La fuerza revolucionaria de esa generación venía de la condiciones de vida que padecían: la clase obrera estaba uncida a cadenas de montaje durante jornadas interminables y habitaban ciudades que parecían “termiteros”, que es como describía Milán Mario Moretti, líder histórico de las Brigadas Rojas en Una storia italiana.
R. Sí, exacto. Las condiciones laborales de los obreros de Turín, casi todos llegados para trabajar en la Fiat, eran terribles, y los lugares donde vivían, espantosos. Parte de la lucha de la izquierda de entonces se centraba de hecho en la reclamación de casas decentes o mejorar al menos los agujeros que servían de viviendas: reparar ventanas, repintar paredes… Cosas simples pero con una repercusión potente. ¿Cómo se puede tener un ideal político, un deseo de arrancarse a uno mismo de un destino infame, habiendo vivido siempre en medio de la infamia y la humillación? El objetivo principal era la salvación en lo inmediato y la toma de conciencia en el futuro. Pero, por desgracia, no funcionaba siempre.
P. ¿Hasta qué punto, en un contexto así, está justificada la revolución? ¿Y hasta qué punto fue determinante en la mejora de la realidad de grandes capas de la población?
R. Turín cambió radicalmente por la lucha obrera y la lucha por casas decentes. Cuando ganó el partido comunista, con todos sus defectos, la ciudad se convirtió en un laboratorio de tentativas, y la vida de la gente sencillas mejoró drásticamente. Sin embargo, el impulso de cambio duró poco. Acabó suplantado por el inmovilismo del poder democristiano que todavía imperaba incluso en los partidos centroizquierda. Pero se crearon las asociaciones de mujeres, las asambleas ciudadanas y tantos otros experimentos extraordinarios que han mantenido la fuerza para perdurar hasta hoy. El Turín de mi infancia era una ciudad del futuro, en la que los niños eran formados en el arte, la naturaleza, la creatividad y la consciencia de la historia cívica.
P. ¿Se puede decir que su padre, con sus ideas, sus frustraciones y sus sueños, es un arquetipo de la juventud de aquel tiempo?
R. En parte sí y en parte no. Si la suya hubiera sido una historia estándar, no creo que hubiesen entrado ganas de contarla. Él fue un personaje atípico, en sus decisiones -pudo ser un médico importante pero renunció por un idealismo extremo-, en su manera de hacer política, en su intento de encontrar un nuevo lenguaje y una nueva libertad, en su manera de hablar con todos y hacerse amigo de todos, en una época en que, por ejemplo, entre los mismos partidos de izquierda se miraban con desconfianza y altanería. Pudo haber sido un líder nato pero siempre prefirió estar un paso más atrás, a pesar de su increíble capacidad de involucrar a otras personas y su célebre habilidad oratoria. Era vanidoso y tímido, terrone y de modesta extracción en un mundo donde los líderes eran casi todos de buena familia y turineses. Creo que amaba la política por encima de todo pero su búsqueda de una libertad mental le alejan de los arquetipos. Él era él, y pagó por su personalidad libre, realmente libre, hasta las últimas consecuencias.
P. ¿Cuál es el rastro que queda de la herida de los ‘años de plomo’ en la Italia de hoy?
R. La herida no existe, se ignora. Se conmemoran los aniversarios de las víctimas, se rueda algún documental y basta. Italia es un país incapaz de superar su memoria de verdugo y hacer Historia. Desde el colonialismo, decenas de historiadores, sobre todo Angelo Del Boca, han intentado arrojar luz sobre las culpas italianas, pero la política no asume jamás ninguna responsabilidad. Estamos desequilibrados, atontados, en estado de ignorancia constante. Lo políticos se toman la historia como un partido de fútbol y ninguno se desmarca del estúpido concepto de equipo. Al contrario, por ejemplo, de lo que ocurre en Francia o Alemania, no hay un reconocimiento de nuestro pasado. Me entristece hablar de esto pero confío en el futuro, soy una optimista incurable.