“Republicano, liberal y partidario de Manuel Azaña”, decía siempre sobre su adscripción política un cronista nada sospechoso como fue Manuel Chaves Nogales, cuya búsqueda de la verdad por encima de cualquier ideología le convirtió en una voz lúcida e incómoda en la España dividida de su época. Una España por y contra la que lucho Manuel Azaña (1880-1940), primero como destacado intelectual de la Generación del 14 y después rindiéndose a una vocación política que le llevó a ser el jefe de Gobierno y de Estado más reformista de su convulsa época.
Todas estas facetas se plasman en la exposición Azaña. Intelectual y estadista que la Biblioteca Nacional inaugura —con el apoyo de Acción Cultural Española (AC/E) y la Secretaría de Estado de Memoria Democrática— para “despejar las polémicas y tópicos que han acompañado a una figura que ha sido tradicionalmente tergiversada, ridiculizada e incluso insultada”, explica Ángeles Egido, una de las comisarias de esta muestra que permanecerá en la BNE hasta el 4 de abril. “Queremos acercar su figura a las nuevas generaciones porque su pensamiento sigue plenamente vigente. Sus discursos e ideas podían haberse publicado perfectamente hoy en cualquier periódico”.
Y es que el legado de Azaña, siempre ligado, para bien o para mal, con la Segunda República, trasciende sus afanes políticos, como apunta Jesús Cañete, el otro comisario, que señala querer arrancar la visión de “oscuro funcionario, de escritor sin lectores, como decía Unamuno” que persigue al también escritor y pensador. “Si uno recorre estas salas se encuentra con el intelectual que viaja a París en 1911 para afinar su sensibilidad y que regresa cambiado por la cultura francesa”.
Redimir por la cultura
Así, descubrimos también al artista profundamente interesado en la cultura que fue colaborador y presidente del Ateneo de Madrid, al pacifista, único intelectual español que visitó los frentes de la Primera Guerra Mundial. Al fundador de la revista La Pluma —que contó entre sus colaboradores con Unamuno, Machado, Juan Ramón, Gómez de la Serna o varios escritores de la Generación del 27 — o al autor de obras como La vida de don Juan Valera, que le valió en 1926 el Premio Nacional de Literatura o su celebrada novela El jardín de los frailes, comparada en la época con el Retrato del artista adolescente de James Joyce.
No en vano, como recuerda Cañete, uno de los grandes discursos de un Azaña pródigo y ensalzado orador fue el pronunciado en la Casa del Pueblo de Alcalá de Henares en una fecha tan temprana como el 4 de febrero de 1911, donde dijo: “Los hombres de mi generación no queremos ni podemos perder la esperanza en el porvenir. De ahí nuestro propósito de persuadir a nuestros conciudadanos de que hay una patria que redimir y rehacer por la cultura, por la justicia y por la libertad. Por la cultura, he dicho y si lo meditáis bien comprenderéis que lo he dicho todo”.
Esta faceta de intelectual descolla en una exposición organizada cronológicamente desde los inicios literarios de Azaña en su Alcalá de Henares natal, a finales del siglo XIX, hasta los cruciales gobiernos de la República y los negros días de la Guerra Civil y su posterior muerte en el exilio. Entre las rarezas del Azaña escritor que guarda esta muestra de casi doscientas piezas destacan, además de fotografías y vídeos apenas conocidos, la última página del segundo borrador de La vida de don Juan Valera o el manuscrito original de Mi rebelión en Barcelona, así como todas las primeras ediciones de sus libros y traducciones, que el año que viene pasarán a ser de dominio público.
Una labor interrumpida
Pero si la exposición incide en esta parte más olvidada de la trayectoria de Azaña, también se adentra inevitablemente en su desempeño político, marcado por el idealismo y el compromiso. Firme opositor a la dictadura de Primo de Rivera, en esos años veinte se consolida su republicanismo, condensado en la famosa frase “la República será democrática o no será”. “Fue la perfecta simbiosis entre un intelectual y un político”, define Egido. “Su formación le sirvió para impulsar su acción de gobierno”.
Una acción de gobierno en la que destacaron, desde su elección como presidente en 1931, algunas de las grandes reformas de su época, condensadas en la Constitución de 1931, piedra angular sobre la que quería levantar la República, de la que se exhibe la primera página. Según los comisarios, este documento fue esencial en varios asuntos candentes de entonces como el Estatuto de Cataluña, la Reforma Agraria, la cuestión religiosa, la Reforma Militar o el voto de la mujer. “Esta constitución resultó muy novedosa y rompedora, daba el voto a las mujeres, diseñaba un programa de autonomías, pero sin renunciar jamás al estado integral y abordaba las principales cuestiones que podrían haber modernizado España”.
No obstante, desde el principio Azaña tuvo que hacer frente a una fuerte oposición de los sectores más conservadores de la sociedad y fue víctima de un hecho muy frecuente en política: la transformación de sus ideas en leyes concretas chocaba con una realidad que jugaba en su contra. Pese a ello, le debemos grandes avances culturales, como “la fundación de 13.000 escuelas, la apertura del Museo Sorolla y la creación de la Feria del Libro o de la institución que dio origen al actual Patrimonio Nacional”, insiste Cañete.
Del apogeo a la caída
Ya en la oposición, durante el bienio de gobierno de la CEDA, fue “acusado injustamente de patrocinar la Revolución de Asturias y de instigar la proclamación de la República catalana, hechos por los que fue encarcelado en Barcelona”, recuerdan. El propio Azaña escribió su visión de los hechos en Mi rebelión en Barcelona, cuyo manuscrito se exhibe también en esta muestra.
Pero Azaña lograría resurgir de sus cenizas en la dura campaña para las elecciones de 1936, cuando en una España cada vez más polarizada y con ruido de sables de fondo pronunció sus tres famosos discursos: el del campo de fútbol de Mestalla, el de Baracaldo y el apoteósico mitin del campo de Comillas de Madrid, donde logró reunir a un millón de personas que viajaron de toda España y pagaron su entrada para oírle hablar.
“Su capacidad oratoria era enorme, en parte porque creía en todo lo que decía y la gente lo notaba”, apunta Egido, que explica que la exposición también muestra un vídeo de la preparación de este evento del que su rival político Gil-Robles reconoció que “jamás nadie, ni en España ni fuera, había logrado auditorio tan imponente”. Otros tesoros de esa época que integran la muestra son la carta autógrafa y telegrama de Manuel Azaña, dirigidos a Diego Martínez Barrio, renunciando a su cargo de presidente de la República, la mesa en la que firmó en el exilio su dimisión o la bandera republicana que arrió en la localidad de La Vajo, el 2 de febrero de 1939, antes partir para el exilio.
Probablemente para muchos sea precisamente esta etapa del exilio la menos conocida. “No se sabe cuánto sufrió y lo que envejeció en poco tiempo, cómo su rostro reflejó de repente toda la tragedia que vivieron él y el pueblo español, acosado por Franco, por Vichy y Alemania”, ha destacado Ejido. De hecho, Azaña, estuvo perseguido por la policía española, francesa y por las SS durante este periodo. Sus permanentes traslados que se perdieran parte de los cuadernos en los que iba consignando sus memorias, “lo que explica por qué luego han ido apareciendo en diferentes lugares. Tres famosos cuadernos poblados de la memoria de una época trágica y de un hombre excepcional, que salen hoy por primera vez del Archivo Histórico Nacional”.