Viggo Mortensen (Nueva York, 1958) siempre ha sido la antiestrella de Hollywood aunque ha tenido un papel estelar en algunos bombazos como la saga de El señor de los anillos o la oscarizada Green Book (Peter Farrelly, 2019). Actor de la raza de los “artistas”, instalado en Madrid, explorador incansable de géneros, cinematografías y horizontes, a nadie sorprende su debut como director. Con un guión escrito por él mismo, cuenta la relación entre un hombre maduro —de nuevo el propio Mortensen porque esta es una película estilo “Juan Palomo, yo me lo guiso yo me lo como”— y su anciano padre (Lance Henriksen). El contraste entre ambos es brutal. El padre es un tipo homófobo, machista y nacionalista hasta la muerte mientras el hijo está casado con un hombre hawaiano de aspecto oriental, tiene una hija adoptiva mexicana y por supuesto es de izquierdas.
En lo social y político, Falling cuenta una historia parecida a las que le gustan al Eastwood de la última época. Aunque Mortensen no aborda el tema racial: suficiente tiene con la homofobia beligerante del padre, y también es probable que haya querido evitar meterse en ese jardín. El personaje de Henriksen recuerda mucho al de Eastwood en Gran Torino (2009), ese tipo chapado a la antigua que debe aprender a convivir con unos vecinos asiáticos. Mortensen aborda el asunto en clave de tragedia griega al narrarlo desde la desgarrada relación entre un padre colérico y malhablado y un hijo zen que lleva luchando toda su vida para ser capaz de relacionarse con él sin perder los nervios ni comenzar una batalla campal.
Lo mejor de Falling, y no es poco, es el magnífico duelo entre los dos protagonistas, un Mortensen, contenido frente a la furia de un Henriksen desatado. Hay escenas que vuelan alto a nivel actoral, como la reunión familiar con Laura Linney con los ojos vidriosos que dejan un nudo en el estómago. A pesar de algunas escenas reiterativas —la secuencia con David Cronenberg haciendo de médico es innecesaria por redundante—, poco a poco el muro de silencio del hijo se va quebrando. Todo ello desemboca en una secuencia final magistral que alcanza gran altura artística en la que se revela en toda su esencia el misterio que quiere aprehender Mortensen: los inquebrantables afectos familiares, por desgarradoras y brutales que sean esas relaciones.
Es Falling un melodrama familiar pero también una película política. El gran reto del director es lograr que a pesar de sus muchos insultos y desmanes, el personaje del abuelo fascistoide nos acabe causando una cierta ternura. Mortensen contrapone dos modelos de sociedad y de manera de ver el mundo a través de un padre y un hijo para hablar de esa América dividida por Trump que vota en noviembre a las elecciones. Hay un cierto optimismo en la película; digamos que Mortensen parece opinar que los cambios sociales pueden sufrir retrasos pero la victoria al final no se ganará tanto por la fuerza de la razón como de su propia inevitabilidad. O sea, que estamos abocados a una sociedad diversa nos guste o no.