Los monstruos de Emil Ferris: buscar, amar, quizá olvidar
Hay temas transversales a cualquier forma artística como la infancia, la muerte, el poder de la imaginación, el amor dentro de una familia o la memoria. Hay otros menos inspiradores pero igual de imprescindibles, son los ligados a los conflictos internos del ser humano como la pasión, el abuso, el poder o la venganza.
En Lo que más me gusta son los monstruos la autora Emil Ferris posa la mirada en un vecindario del Chicago de los años 60. Un animado barrio donde conviven los personajes de su fábula sumergidos en su día a día, ajenos a la trascendencia de su existencia, bajo el yugo de lo mundano (celos, mentira, lujuria) y la inspiración del compromiso (familia, amor, consuelo). El resultado: un cómic monumental convertido en un clásico moderno.
Esta mezcla afortunada se destila de una manera originalísima: utilizando el diario de la niña protagonista, Karen Reyes, para dar cuerpo a una narración hecha de flashbacks, tramas paralelas y coincidencias asombrosas. Este diario gráfico recoge su pasión por las películas de terror de serie B donde se retrata a sí misma como una niña-lobo vestida de detective, una suerte de Macguffin que hila y abraza imágenes y suspicacias. En la joven Karen habita una artista enamorada del género de terror con regusto pulp pero también del arte de los museos de la ciudad cuyas reflexiones quedan anotadas en su abigarrado cuaderno (atentos a los detalles al respecto, esbozos, recortes...).
La investigación del asesinato de su enigmática vecina Anka Silverberg, una superviviente del Holocausto, es la chispa que arranca la acción de un argumento impregnado de violencia soterrada. Por allí pululan toda una retahíla de secundarios, a cual más peculiar, que enmarcan el tono underground de la crónica. Este elenco lo encabeza su tatuado y controvertido hermano Deeze y su corajuda madre Marvela. Y aún hay sitio para un enviudado, un casero mafioso, proxenetas y ventrílocuos, mujeres de moral reprobable y amigos insospechados. Son todas vidas fascinantes, deformadas por un pasado que les pesa, conectadas unas con otras sin saberlo y sobre las que siempre querríamos saber más.
Un carrusel cromático y de trazos enmarca a las diferentes historias que, entrecruzadas, nos emocionan y atraen: el trabajo gráfico es apabullante. De una meticulosidad infinita que recuerda al grabado, la ilustración se apodera de la página, la posee, la domina demostrando un gusto exquisito en los colores y las formas sin permitir que lo visual someta al relato. Por eso este primer volumen de Lo que más me gusta son los monstruos sabe a poco, y desconcertados confiamos en que la espera por la próxima entrega sea breve.