Dueña de una de las mentes más lúcidas del panorama literario actual, Margaret Atwood (Ottawa, 1939) no es sólo una institución de las letras canadienses e internacionales, sino también una figura que desde su púlpito de escritora se dedica a la crítica reivindicativa de aspectos como los derechos humanos, el estado del medioambiente o la situación social de las mujeres. Galardonada con multitud de premios como el Arthur C. Clarke (1987), el Booker (2000) o el Príncipe de Asturias (2008), nominaciones al Nobel aparte, la escritora visita España para ser investida Doctora Honoris Causa por la Universidad Autónoma de Madrid, en el que será su decimoséptimo reconocimiento de este tipo.
Antes del acto, recién aterrizada en Madrid, Atwood ha participado en una conversación en el Círculo de Bellas Artes en la que desgrana diferentes aspectos de su obra y de su concepción de la literatura, los grandes temas de sus textos y de su vida y advierte sobre la delgada línea que separa la distopía de la realidad y el presente del futuro.
Hija de un zoólogo, profesión con la que coqueteó en la adolescencia antes de la irrupción de la literatura, y criada en los inmensos bosques del norte de Ottawa, Atwood tradujo su profundo amor por la naturaleza, capital en muchas de sus obras, en una decidida militancia. "Cuando tenía 15 años, en los 50, ya discutíamos en la sobremesa sobre el pesticida DDT. Soy una persona que se preocupa por las generaciones que vendrán después, la influencia de la cuestión medioambiental en mi vida, y en la de cualquiera, nace sencillamente de saber lo que ocurre y de preocuparse", afirma rotunda. "En los años 70 ya teníamos las previsiones, y los resultados los tenemos aquí hoy. Al hablar del medioambiente no vale pensar que la naturaleza vaya por un lado que yo iré por el otro. Está en todas partes, aquí con nosotros, en el mismo aire que respiramos", reflexiona, añadiendo a su preocupación un pequeño guiño a cierto presidente recién electo "totalmente insensible en ese aspecto" cuyo nombre se niega a pronunciar llevándose un dedo a los labios.
Portadora de una fina ironía que le permite reírse con distancia y gracia de casi todo, Atwood no se deja presentar como radical por su confeso feminismo militante, una de las claves de su obtención del Príncipe de Asturias que el jurado le otorgó por "su compromiso en la defensa de la dignidad de las mujeres". "Lo que me gusta es defender los derechos humanos, la dignidad de las personas, y creo que las mujeres son personas", asegura irónica. Dice desconfiar del término feminismo, una palabra con un uso tan diverso y complejo que hay que matizar de qué se habla exactamente. "Si hablamos de igualdad, de tener derechos y oportunidades análogas, manos arriba, estoy dentro; pero si hablamos de victimismo y de que todas las mujeres son ángeles, ahí ya no me verás. Me interesa el aspecto legal, la igualdad real".
Otro rasgo definitorio de la literatura de Atwood es una paradoja que ella no encuentra tal, la mezcla en su obra de una fuerte identidad patriótica con una gran vocación universalista que casa con sus intereses. "No me preocupo demasiado por cómo aunar las dos facetas, y además no lo veo una contradicción. Las historias más locales pueden convertirse en universales, como en la literatura de Joyce". La literatura, asegura, es un rasgo que siempre ha estado en la naturaleza de los canadienses. "Canadá es un país enorme y estamos muy interesados en la comunicación. Si vives en un país pequeño no te preocupas de esto, pero si eres canadiense te preguntas todo el rato cómo recorre la información miles de kilómetros, cómo llega esto de aquí a allá".
Pero como queda dicho, su literatura, traducida a más de cuarenta idiomas, es universal, algo que Atwood achaca a que "la lectura es una experiencia completamente individual y altamente interactiva. Al leer el cerebro se enciende mucho más que viendo la tele. Igual que en la música un compositor crea y luego puede haber multitud de intérpretes, el escritor escribe y cada lector interpreta y aplica su punto de vista, sus influencias y experiencias". Entrando de lleno en cuestión de géneros, Atwood lo tiene claro. "Tengo predilección por la ficción especulativa", un género a cuya definición la escritora ha contribuido sin duda más que cualquier escritor contemporáneo, "que no es ciencia ficción, no hablo de naves espaciales ni dragones. Es algo bien arraigado a la tierra y perteneciente a un futuro muy cercano".
Otro aspecto que se une al de novelista y ensayista es el de poeta. Con 16 colecciones de poemas publicadas, Atwood asegura que "la poesía es siempre un regalo anónimo e inesperado. Siempre escribo mis versos a mano, por lo que es diferente y mucho más complejo que escribir prosa. Las ideas vienen rápido, en cualquier momento, pero es mucho más complejo materializarlas y darles forma". Ese paladeo a la hora de escribir, ese exprimir el lenguaje, se aprecia en la poesía de Atwood, quien se expresa con un lenguaje sencillo, aunque no por ello simple. Aunque ella bromee acerca de cómo es su estilo. "Siempre le digo a mi editora que no va a ganar un duro con mis libros de poesía, debería ponerme a cantar como hacía Leonard Cohen".
Además de poeta, novelista y ensayista, Atwood tiene una pequeña faceta de guionista que está explotando con la repentina demanda masiva que sus textos han originado en el cada vez más imperante mundo de las series de televisión. Su clásico El cuento de la criada (1985) ya fue adaptado para la pequeña pantalla, y ahora Netflix prepara una miniserie sobre su novela Alias Grace (1996). "Asusta escribir directamente para más de un millón de espectadores, pero es muy interesante y es una producción de calidad".
Tampoco le tiembla la mano a la escritora a la hora de acometer a los clásicos de forma rompedora. Como muestra, su reciente adaptación de La tempestad, publicada el año pasado dentro de un proyecto junto a otros escritores para trasladar a la actualidad la obra de Shakespeare, y todavía inédita en español. En su día ya publicó Penélope y las doce criadas (Salamandra, 2005), novela que reinterpreta el mito de Ulises presente en la Odisea, y que accedió a escribir cuando "un editor me cogió desprevenida una mañana, antes de tomar mi café. Después ya no hubo vuelta atrás". En el libro, una Penélope ya muerta reflexiona sobre cómo ha sido su vida de esposa devota y obediente. "Desde que conocí la historia en el instituto me pareció muy injusta la situación de Penélope en los textos homéricos, así que me decidí a remediarlo", explica Atwood. "Pero claro, con un fuerte tono satírico y reivindicativo" que recuerda a las comedias griegas de autores como Aristófanes.
Pero es sobre su ficción más reciente en España, brillante ejemplo de la citada ficción especulativa, sobre la que Atwood hace una advertencia. Por último, el corazón (Salamandra) es una dramática y ácida distopía sobre la desaparición de la clase media y los límites de la naturaleza humana. Como aseguraba en una entrevista con El Cultural, "no estoy hablando del futuro, todo esto ya ha pasado". Y pasa. "La ficción", asegura Atwood, "toma siempre aspectos de nuestra realidad y los exagera. Y el campo más fecundo es explorar la forma de ser y los límites humanos. Uno de los peligros de la sociedad de hoy es la inseguridad. Llegar a preguntarse cuánto puedes luchar y tragar en nombre de la democracia occidental".
Someramente, la trama de la novela se centra en una pareja sin recursos económicos que decide apuntarse a un programa consistente en vivir un mes cómodamente para pasar el siguiente en la cárcel. Una vuelta de tuerca a las reflexiones de Atwood sobre prisión, libertad y esclavitud, que aportan, como siempre, elementos novedosos. "Todo está basado en la realidad pero a nivel extremo. Aquí hablamos de una esclavitud consentida y legal, pero la que existe hoy en día es casi peor", se lamenta la escritora. "Existe en la actualidad mucha más esclavitud a nuestro alrededor de la que percibimos, de hecho sin la esclavitud, el concepto social de bienestar de Europa, de Occidente en general, sería inviable". Sin embargo, entre el pesimismo aflora un brote de esperanza encarnado precisamente en la literatura y en los posibles efectos que puede conseguir. "La literatura no cambia la realidad en sí misma, pero puede cambiar la actitud de la gente que genera esa realidad".