Dice Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973) que lo que pasó fue que de pequeña tenía acceso ilimitado a una biblioteca repleta de libros que eran también libros de terror. Que para ella siempre fueron más perfectos, terroríficamente hablando, aquellos libros que no pretendían serlo, pero que no podían evitarlo. Como por ejemplo Jane Eyre, el clásico de Charlotte Brönte, o Cumbres borrascosas, el clásico de su hermana Emily, o el Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sábato, una novela gótica "que hoy no hubiera podido escribirse" por resultar demasiado políticamente incorrecta. "Siempre me gustaron más todos esos libros que los de Lovecraft, que los de Poe. Porque sugerían el terror, porque te dejaban llegar a él por tu cuenta", dice.
Acaba de publicar una nueva colección de relatos que, en el tiempo, es anterior a la que publicó el pasado año. Aquella llevaba por título el título de una canción de Low -Las cosas que perdimos en el fuego- y recibió elogios hasta del mismísimo Dave Eggers, que la comparaba con Roberto Bolaño, y decía, de ella, que su ficción "nos impacta con la fuerza de un tren de mercancías". La de ahora se titula Los peligros de fumar en la cama (Anagrama) y como aquella, está formada por un puñado de relatos, 12 en total, que juegan con el terror y lo cotidiano, que construyen un enorme y terrorífico castillo en entornos siempre reconocibles y, por ello, doblemente aterradores. El componente social, dice, está ahí, de forma inevitable, porque todos estos relatos se escriben desde Argentina, y no hay forma de que el terror real que se vivió durante la dictadura y, sobre todo, la post-dictadura, no esté presente.
En esta nueva colección de relatos, lo social se impone en 'El carrito', la historia de la maldición de un mendigo, y se aleja hacia el terreno de lo mitológico - de una mitología, apunta Enriquez, "muy argentina" - en 'El desentierro de la angelita', y juguetea con la idea del paso - siempre cruel - de la adolescencia a la edad adulta, previo descubrimiento de la maldad que anida en cada uno de nosotros, en 'La Virgen de la tosquera'. Está la idea de la familia como algo tóxico en 'El aljibe', y están los desaparecidos en la historia de fantasmas y ouijas de 'Cuando hablábamos con los muertos'.
Y está incluso Barcelona, como ese supuesto paraíso al que emigraban los argentinos en los 90, y que por alguna extraña razón "se los quedaba", los "vampirizaba", en el relato 'Rambla Triste'. Lo que los une es esa irrupción del terror en lo cotidiano, del elemento fantástico o sobrenatural que convierte un día a día aburrido - como el de la responsable del archivo de personas desaparecidas de 'Chicos que faltan' - en una auténtica pesadilla.
Pregunta.- Más allá del elemento terrorífico, ¿diría que algo los une? ¿Que hay, entre todos ellos, una especie de hilo conductor?
Respuesta.- Sí, en este caso el hilo conductor es la adolescencia. Los protagonistas son adolescentes, tienen esa edad en la que estás, en cierto sentido, enamorado de la muerte. Me pareció interesante la idea de trabajar desde ahí. También estaba la idea de reformular figuras tradicionales de la literatura de terror, y hacerlo con, por ejemplo, mitología argentina, que no ha llegado a la literatura como debería, o apenas lo ha hecho. En 'Cosas que perdimos en el fuego' el hilo conductor era otro, eran las mujeres, era lo siniestro femenino.
P.- Sus cuentos funcionan a menudo como novelas comprimidas, ¿cómo los construye?
R.- Surgen de forma bastante intuitiva. Los pienso mucho antes de escribirlos. Los vivo, como si fueran pesadillas. Y luego los escribo, en una sentada o dos. Escribirlos es como una explosión. Pero sólo estoy poniendo por escrito algo que ya he visto. Tomo pocas notas. Los trabajo mentalmente. Sale de forma tan vívida porque realmente los he vivido, de alguna forma, como sueños, como pesadillas.
P.- ¿Y todo ese miedo se gestó cuando era niña y leía historias góticas?
R.- Sí, leer a los ocho años ciertas historias te marca para siempre. Aunque también lo hace crecer en Argentina en la época en la que lo hice y escuchar descripciones de torturas en las noticias, y leerlas en los periódicos, vivir con ese terror presente y posible, un terror que ya no era cosa de novelas, que era real. Un terror real, palpable, que entronca con un miedo atávico, infantil, y que además estaba viviendo mientras era aún una niña. A la vez, el hecho de que yo no tuviera cerca ningún caso de desaparecidos, nada tan horrible, me permitía verlo desde fuera, contarlo, con una distancia que quizá no hubiese tenido de otra manera.
P.- ¿Está el terror, pues, íntimamente ligado a la infancia?
R.- Sí, es en la infancia donde el terror se tatúa. La literatura te permite vestirlo de diferentes maneras. Me gusta el género, me gusta tanto que lo investigo, y me pregunto qué ropa nueva puedo ponerle. Se han escrito, por ejemplo, muchos relatos de fantasmas en castillos, pero no tantos en departamentos. No es lo mismo encontrar huesos perdidos en una abadía inglesa del siglo XVI que en la Argentina de hoy. Y es ahí donde el relato se vuelve social, porque un relato de terror en Argentina no es sólo un relato de género. Porque sigue habiendo desparecidos, y los huesos son un asunto político.
P.- En uno de los relatos se habla claramente de eso ('Chicos que faltan') y luego hay otro en el que anticipa la serie que Emmanuel Carrère escribió para televisión ('Les Revenants') e inevitablemente en su caso, como dice, tiene una vertiente social.
R.- Tengo una amiga, una escritora, que perdió a sus padres, y pudo recuperar a su hermano, y cuando leyó el relato, creyó que estaba contando su historia, y eso no era lo que yo había pretendido. Yo había pretendido hablar de un mito inglés, el 'changeling', la historia de niños que son llevados a una especie de país de las hadas y que son sustituidos, en nuestro mundo, por niños idénticos que sin embargo no son los mismos. Quise hacer algo con ese tema y acabé, inevitablemente, hablando, sin darme cuenta, de los niños que se llevaron los militares y regresaron, pero ya no eran los mismos.
P.- En otro de los relatos, 'Rambla Triste', habla de su percepción de Barcelona, y convierte la ciudad en una especie de pesadilla.
R.- Me interesa mucho la idea de hacer del lugar un personaje. Y en ese relato la ciudad de Barcelona es un personaje. Estaba enfadada porque había perdido a muchos de mis amigos en Barcelona. Se habían ido y no habían vuelto. Porque en los 90 se puso de moda emigrar a Barcelona. Imaginé que ese lugar era un lugar con memoria, y que quería de alguna forma vengarse de todo lo que le estaba sucediendo y se vengaba atrapando a aquellos que lo habitaban, impidiéndoles salir. Como en todos los casos, era mi inconsciente hablando, porque el terror es el género del inconsciente.
P.- Se le compara a menudo con Shirley Jackson, ¿quiénes son sus maestros?
R.- Mi maestro indiscutible es Stephen King. Fue a través de Stephen King que di con Shirley Jackson, que me encanta. Pero fue King quien me llevó a ella. King ha sido un señalador, un prescriptor. A través de él, descubrí a Peter Straub, a Clive Barker, a Ray Bradbury, que es súper importante para mí, y a Robert Aickman, que ahora mismo me vuelve loca, y a autores que han tratado la ciudad como personaje, como el lugar en el que el pasado sigue sucediendo. Porque esa es la idea del fantasma. El fantasma es el pasado que sigue sucediendo. Silvina Ocampo, su humor negro, su crueldad desencajada, me encantan.
P.- ¿Para cuándo la novela?
R.- Estoy trabajando ahora mismo en una novela muy de género que espero terminar a finales de año. Y a la vez estoy trabajando en nuevos cuentos, que reuniré tarde o temprano, cuando tenga los suficientes. ¿El tema de la mayoría? El amor, el amor tóxico.