Mi voto para los Underwood
Qué buena es la cuarta temporada de House of Cards. La serie ha llegado quizá a su momento más dulce, hasta el punto de permitirse aglutinar dos temporadas en una sin el menoscabo de sus tensiones. En el ecuador de esta entrega, las tres grandes tramas se cierran para que comiencen otras tres, con nuevos personajes y todo. Es un poco lo que ocurría en 24, cuya incorrección sin complejos para auscultar todos los demonios de la política internacional se ha colado en una producción de pedigrí como la de Netflix y David Fincher.
En ese ecuador, Frank Underwood entra en coma como lo hacía Tony Soprano, y somos invitados, como en la serie de David Chase, a convivir un par de episodios en su universo onírico, en el umbral de la muerte. Esos capítulos despertaban en Los Soprano tanto como ahora en House of Cards los fantasmas que persiguen a los protagonistas, víctimas de su mano homicida. El factor freudiano amplía el rango de interiorización de un personaje que, al romper inopinadamente la cuarta pared, nos interpela desde la exteriorización de sí mismo. No importa que se coloque en tercera persona, ni que nos tutee como si cada uno de nosotros fuéramos un espectador privilegiado del teatro político, porque la serie nos acabará mostrando los demonios de su subconsciente. La serie está por encima de él y él está por encima de la serie.
La mirada cómplice de Claire Underwood en el instante final dibuja un escenario irresistible para una quinta entrega. Se revela el corazón de la maquinaria conspiranoide, la conquista final en pareja, y pactamos con ellos las atrocidades que están por llegar desde los despachos de la Casa Blanca. Robin Wright, que ha dirigido algunos episodios de esta entrega, se suma al concilio de la ficción capaz de autoanalizarse y explicarse sobre sí misma. Nos asombra cómo aún en la fábula shakesperiana están contenidos, en su complejidad, los editoriales políticos de la actualidad más candente. Nos succiona desde la pantalla la tensión interior de un drama de cámara, sin acción alguna, arropado bajo la genialidad de las palabras, por la microscopía de los gestos, en la luz que, como la intro de los créditos, va apagándose sobre Washington.
Qué buena es esta serie, que sin hacer nada nuevo arremete contra lo viejo, que nos acerca a la ruina moral desde la estrategia del distanciamiento. Porque somos un mundo incrédulo, y tenemos que ver lo que no puede creerse para que lo creamos. Los demiurgos Underwood podrían convencer a cualquier elector aún conociendo sus pactos con el terror. Ese mismo terror que acaban fabricando, del mismo modo en que se inventan las guerras, en el desenlace de una tragedia perpetua. La tragedia del mundo gobernado por códigos sin moral. Porque lo que importa es únicamente el sillón. La absorción para la causa del biógrafo y escritor -“el único que de verdad nos ha conocido”, le dice la Primera Dama al Presidente- es un golpe maestro. Incluso él también les votaría. Puede que incluso nosotros.