Gabriel Albiac
Presenta Alá en París (Confluencias).
El filósofo y ensayista Gabriel Albiac (Utiel, Valencia, 1950) se convirtió el año pasado en cronista de prensa de los atentados en París contra el semanario satírico
Charlie Hebdo, y los más recientes de noviembre pasado. Allí, desde los escenarios de las tragedias, durante varios días, narró sin retórica ni efectismos, “con la distancia que el dolor exige”, lo visto y sentido esos días, en unas crónicas que ahora reúne en
Alá en París (Confluencias).
Confiesa Albiac que además lo suyo por París fue amor a primera vista. Más aún, fue su primer amor. “Y el más perenne”, destaca, mientras recuerda que “tenía 19 años en el verano de 1969. Llegaba de un Madrid muy duro: el del estado de excepción de unos meses antes. Viajé en autoestop, sin un céntimo en el bolsillo, trabajé como barrendero y dormí donde pude. Y, por primera vez en mi vida, me supe libre. Volví tres años más tarde. Como profesor ayudante en el Liceo Pasteur. Aprendí con los más grandes de la filosofía de la segunda mitad del siglo XX: Althusser, Foucault, Lévi-Strauss, Barthes... Mi deuda es demasiado alta como para poder ser pagada”.
Pregunta.- ¿En qué ha cambiado París, más allá de cuestiones estéticas, en este casi medio siglo?
Respuesta.- París se trocó, en los últimos veinte años del siglo XX, en una ciudad heteróclita, abigarrada. Y quizás aún más bella. La ciudad en la cual todos los encuentros eran posibles. Y también -eso va en el precio- todos los conflictos. La República garantizaba la plenitud del derecho ciudadano a todos. Siempre y cuando, naturalmente, cada uno respetara el monopolio que sobre la ley compete a la República. Funcionó con casi todos. Incluida buena parte de la primera emigración musulmana. A partir de 1984, cuando el caos final de la marcha de Convergence-84, el salafismo fue tomando fuerza entre los jóvenes de la "tercera generación" de musulmanes franceses, los nietos de aquellos primeros emigrantes integrados;
los oratorios clandestinos desplazaron a las mezquitas oficiales, y el nuevo siglo se abrió sobre la fascinación de esos jóvenes hacia las organizaciones yihadistas armadas, en Argelia y Afganistán primero, después en Siria. Muchos se enrolaron en esas milicias. Luego, retornaron a una Francia que proclamaron territorio prioritario de yihad.
P.- ¿Ni siquiera los atentados contra
Charlie Hebdo y los de noviembre han transformado el corazón de la capital de Europa?
R.- De eso habla, sobre todo,
Alá en París: de la entereza de una ciudad que se atrinchera en sus valores ciudadanos, sin ceder un ápice ni al miedo ni a la ira; y también de un Estado que defiende esos valores. Presidente y Primer Ministro encajaron -como lo hubiera hecho cualquier otro de cualquier partido- el envite islamista y declararon la guerra a los agresores. La ciudadanía cerró filas en torno a esa respuesta. Sin alzar la voz. Con una contención impecable, que cristaliza en el lema central de aquellos días: "Ni miedo siquiera".
La ciudadanía está por encima de la política.
P.- ¿Qué fue lo que más le impresionó cuando regresó tras el atentado contra la revista?
R.- Charlie Hebdo era parte de la educación sentimental de los de mi edad e historia: los del 68, por decirlo de un modo muy rápido. Me conmovió que una camarera vietnamita se sentara a mi mesa para decirme eso. Como si fuéramos viejos conocidos. De algún modo, lo éramos: los dos nacimos de verdad a los 18 en el 68. Cuando nació Charlie.
Lo del 7 de enero fue un golpe generacional terrible: de algún modo, la percepción de que nuestro mundo se extinguía en aquel entierro de Tignous en el Père-Lachaise.
P.- ¿Y en noviembre?
R.- Noviembre ratificaba que
el yihadismo despliega una guerra sobre Europa que debe ser ganada, en primer lugar, por medios militares. Y, sobre todo, que debe ser hoy ganada en territorio de Siria e Irak. Los bombardeos de la aviación francesa sobre Raqqa, a las pocas horas de la masacre, fueron percibidos como la señal de que el Gobierno cumplía con su deber. Y toda la contención y toda la mesura de la respuesta ciudadana reposaban sobre esa certeza.
P.- ¿Cree que sería posible una reacción similar si hubiese ocurrido lo mismo en Madrid o Barcelona?
R.- Sé que no. Todos lo sabemos. Lo hemos visto. No hay tradición de ciudadanía libre entre nosotros. O apenas. Cuando en París contaba a mis amigos que la alcaldesa de Madrid y un concejal antisemita habían arremetido contra la respuesta de la aviación francesa, pensaban que yo les estaba tomando el pelo: era sencillamente inimaginable. La tragedia española quedó retratada en nuestro atroz 11 de marzo. O, más bien, en el 13. Cuando una población aterrorizada decidió culpar a su propio gobierno del masivo asesinato yihadista en Atocha. Y votó mayoritariamente a favor de rendirse.
El vídeo del Daesh llamando a Francia a hacer lo que hizo la España de Zapatero es lo más humillante que, como español, he vivido.
P.- Explica que
Charlie Hebdo era hijo del 68, y que la masacre puso fin a una época... ¿El idealismo y el laicismo fueron asesinados también, o Francia ha sabido reaccionar?
R.- La laicidad es hoy el envite central de una partida aún en juego. Cuando Benedicto XVI visitó Francia hace unos años, el cruce de discursos con Sarkozy fue magistral. La laicidad, proclamaron Papa como Presidente, es la mayor consecución de la Francia moderna.
Y nadie se engaña: el envite del salafismo contra la laicidad lo es contra la República y contra las libertades ciudadanas que la República garantiza. La batalla es hoy muy dura en los barrios musulmanes; sobre todo, en los centros de enseñanza pública, que es donde todos saben que se juega el futuro de una sociedad libre: de una sociedad en la cual los derechos de todos los ciudadanos son los mismos, sean hombres o mujeres. Todos hoy saben que perder esa batalla es perder Francia, aquella "Capital del siglo XIX" que amaba Walter Benjamin. La ciudad libre que hoy amamos nosotros.