Caballo ganador
La serie Luck es el caballo ganador por el que apuesta la cadena HBO este nuevo año. El equipo creativo es desde luego extraordinario. David Milch, responsable de Deadwood, es el creador. Michael Mann, su productor ejecutivo (y director del piloto). Dustin Hoffman y Nick Nolte los cabezas de cartel, a quienes acompañan Dennis Farina, Jason Gedrick y Richard Kina como parte de un potente reparto coral. La serie se propone sumergir al espectador en el mundo de las apuestas hípicas en lo que, por lo visto en el capítulo piloto, tiene trazas de convertirse en un nuevo retrato de corrupción, vendettas y juegos de poder en el escenario global de la crisis económica.
En lo que forma parte de una atípica estrategia de lanzamiento, la HBO emitió como mero aperitivo el piloto de Luck hace unos días, pero en verdad la serie no arrancará sus emisiones hasta febrero. Del piloto, en principio, hay que celebrar varias cosas. En primer lugar su manifiesta voluntad de ir conformando, sin prisas pero sin pausas, respetando los tiempos de asimilación de una gran novela, el mapa de personajes (un potentado que acaba de salir de la cárcel, un hosco preparador de caballos que cree haber encontrado al próximo equino ganador, un tahúr del póquer con un instinto brutal para las apuestas hípicas, etc.) y tramas paralelas. En segundo lugar, el especial hincapié que hace en el tono y la atmósfera (con la firma de Michael Mann: montajes musicales, un cuidado diseño de producción, fotografía HD en busca de crepúsculos y escenarios fríos), por encima de una narración que se antoja muy específica y que recurre al argot técnico, circunscrita al mundo de las carreras de caballos. Es la clase de desconcierto que provocan los primeros capítulos de algunas grandes series que no terminaron de arrancar hasta pasados los cinco primeros episodios, como Los Soprano, The Wire o la propia Deadwood. Hay que darlas tiempo.
El reto que ahora parecen plantearse las nuevas grandes producciones de la teleficción americana es que el desarrollo de los acontecimientos y la composición de personajes adquiera una cualidad orgánica y vigorosa. Que la serie crezca de forma centrífuga (de dentro hacia fuera) de acuerdo con los objetivos argumentales y en coherencia con su contexto, en lugar de imponer un ritmo televisivo marcado por las audiencias, los obligados sobresaltos narrativos y los absurdos cliffhangers (absurdos en este tipo de series, como ha ocurrido con el octavo episodio de Hell on Wheels). Un ejemplo de esta evolución centrípeta (de fuera hacia dentro) lo encontramos en la reciente Boss, cuyos prometedores primeros capítulos, de una tensión infrecuente, han ido cediendo paso a la hipertrofia, de modo que lo orgánico ha dado paso al diseño, a una necesidad transgresora (sobre todo los dos últimos capítulos) que se pasa de vueltas en su modo de forzar las líneas argumentales y el carácter moral de los personajes, y que acaba poniendo al descubierto todas sus costuras. En este aspecto, aunque la calidad de Boss es innegable (como entretenimiento y como disección de la fauna política), la creciente decepción me ha abocado a la intermitente nostalgia que siento por Los Soprano.