La construcción de la cristiandad europea
Luis Suárez
22 mayo, 2009 02:00Luis Suárez.
Luis Suárez es uno de esos hombres que escribe como habla y habla muy bien. Cosa que, unida a su erudición y el poso humanista, va dando frutos de primer orden desde hace años. Hay un Luis Suárez medievalista -reconocido como insigne, uno de los mejores conocedores del siglo XV (del judaísmo de la época, de los Reyes Católicos…)-; hay un Luis Suárez biógrafo de Franco -que se vio en ésas porque los herederos del general pusieron en sus manos el archivo que se conserva en la Fundación Francisco Franco- y hay un Luis Suárez humanista. No son tres historiadores distintos. Pero sí son tres conjuntos distintos de obras, en su mayoría de historia. No oculto que me quedo con el tercero.
La formación de la cristiandad europea debe este título a que, en todo el volumen, subyace la historia de dos palabras (y de sus derivados): Europa y Cristo. Y viene a ser la explicación de todo lo que se relaciona con el hecho de que los europeos oscilaran durante quince siglos entre la posibilidad de llamarse así -europeos- y la de llamarse cristianos. Es una historia de Europa, sin más, en los siglos que culminaron con la convicción -impuesta a mediados del XV- de que el evangelio ya había sido predicado en todo el mundo. Se había hecho todo lo necesario para que, si la gente quería, fueran lo mismo humanidad y cristiandad. En realidad, los navegantes portugueses estaban a punto de doblar el cabo Bojador y descubrir la terra dos negros y apenas faltaba media centuria para que el descubrimiento de tierras al otro lado del Atlántico y el cisma inglés y el protestante acabaran con ese ensueño. Es, pues, la historia de los 1400 años en que se desenvolvió -no sin violencia y sangre en ocasiones- una ilusión que iba a esfumarse. Pero lo que vino después -hasta hoy mismo- no se puede entender sin ese punto de partida.
De hecho, el libro de Suárez se detiene en el siglo XV pero está empapado de referencias -rápidas, concisas, atinadamente evocadoras- a cosas de hoy que proceden de ese primer milenio y medio de nuestra era o que se parecen a lo que sucedía entonces. Es un acierto porque el lector tiene la sensación de que se le narra una historia quele concierne. El autor ha sabido embridar la pluma y evitar cualquier asomo de moralina. Al hilo de la historia de aquel tiempo, anota -de pasada- la actualidad que tiene ése o aquel asunto; sitúa así nuestro tiempo en la más larga historia y, sin detenerse más de lo imprescindible, reanuda el relato. Es, literariamente, una pieza de primer orden. Como construcción narrativa, es un amplísimo retablo de 1.500 años que adquieren coherencia -sin perder la riqueza de su multiformidad- con el hilván de aquellas claves: la de la oscilación entre cristiandad y Europa y la de la ilusión de que ése era el universo y lo demás, tierra de los que no querían ser cristianos.
El relato se detiene en el punto en que el áfrica negra fue incorporada a los circuitos comerciales (y, al tiempo, religiosos) de Europa, sobre todo a raíz de la caída de Constantinopla en manos de los turcos (1453) y el cierre consiguiente de los mercados esclavistas del Mar Negro. Enseguida (1492), llegaría el momento de preguntarse si lo encontrado al otro lado del Atlántico era una nueva áfrica o tenía que ser una nueva Europa. Fue una tercera realidad, llamada América. Es singular (y revelador) que, en la base de esa pregunta, estuviera la fuerza enorme que tenía la antropología de Aristóteles casi dos milenios después, en torno a 1500. Europa nació como lo que no era Grecia y se fue convirtiendo en una Grecia romana. Romana quería decir -también- imperial. Y eso hacía que la cohesión cultural y religiosa tuviese una dimensión política, frecuentemente conflictiva, sumamente sinuosa, sin la cual no se puede entender lo demás.