Auschwitz. Los nazis y la solución final
Laurence Rees
27 enero, 2005 01:00Los miembros de la comisión Frankfurt entran en Auschwitz (1964)
Uno de los peores crímenes de la historia, dice Laurence Rees, puede entenderse mejor si se estudia en el marco de un lugar físico concreto: Auschwitz. A diferencia del antisemitismo en general, aquí podemos hablar de un comienzo determinado, el 14 de junio de 1940, cuando llegan los primeros prisioneros, y un final definido, el 27 de enero de 1945, día de la liberación. Hoy se cumplen 60 años.
Hay que hacer un esfuerzo para que eso no suceda. Cada comportamiento exige ser juzgado en su contexto. Y en el contexto "de la sofisticada cultura europea de mediados del siglo XX", Auschwitz representa el escalón más abyecto de la historia. Los calificativos se quedan cortos y las palabras parecen insuficientes para dar cuenta de tanta vileza, crueldad y vesania. En términos cualitativos y cuantitativos. A Auschwitz fueron enviadas un millón trescientas mil personas. Un millón cien mil murieron allí. Un millón de ellas eran judías. Eso significa que más del noventa por ciento de los asesinados perdieron la vida por haber cometido desde la óptica nazi el crimen de haber nacido judíos.
En lo esencial, los hechos son sobradamente conocidos. Pero lo muy conocido corre el riesgo de desembocar en una cierta indiferencia: la fábrica de sueños (y pesadillas) de Hollywood y, siguiendo su estela, la industria cinematográfica europea, han dado lugar a un filón específico, las películas de nazis, que en cierto modo han saturado nuestra sensibilidad, como el exceso de sal en el paladar. Un maniqueísmo cuasi infantil ha derivado en trivialización generalizada, en un hastío intelectual ante esquematizaciones machaconas y a veces en cosas peores, como el uso de la parafernalia nazi para intereses espurios. ¿Se puede decir algo sobre el particular sin que suene a cantinela sabida?
Digámoslo con rotundidad: sí, sin duda, y la prueba es este magnífico libro, ejemplar en tantos sentidos, apasionante y perturbador a un tiempo. Perturbador, porque es difícil recorrer sus páginas sin sentir escalofríos ante esos acon- tecimientos estremecedores y, sobre todo, porque nos sentimos concernidos como seres humanos ante el misterio de nuestra propia condición, capaz de sacrificios sin límites y de bajezas insondables, cuando no de fanatismos tanto más ajenos al sentimiento de culpa cuanto más criminales. Todo eso, obviamente, ya lo sabíamos, pero no puede dejar de conmovernos cuando se describen, con crudeza pero sin subrayados, hechos espeluznantes sufridos por personas inocentes, niños que no entienden lo que sucede a su alrededor, madres que tratan inútilmente de salvar a sus hijos de la cámara de gas, familias enteras que ven con horror cómo desaparecen sus seres queridos sin poder dar crédito a la realidad infernal en que están sumidos.
Obra apasionante, señalábamos también, porque Rees aborda el tema sin complejos frente a la apabullante documentación existente y la no menos extensa bibliografía y, con esa estudiada naturalidad que distingue a los divulgadores anglosajones, cuenta esos hechos atroces como si fuera la primera vez, consiguiendo de este modo ganarse al lector desde el principio con una mezcla muy bien medida de proximidad y distanciamiento, lo preciso para que sintamos el aliento humano, lo suficiente para apelar a la reflexión cuando lo requiere el momento. De igual modo, las consideraciones globales -la tragedia afecta, no se olvide, a cientos de miles de personas- se armonizan con las peripecias individuales: la sevicia, la violación o la tortura, los crímenes en definitiva, toman nombres concretos, se dibujan en unos rostros reconocibles, ora de víctimas, ora de verdugos.
Pero Auschwitz tiene también, junto a su dimensión política y moral, una importante vertiente logística, dadas las dimensiones monstruosas del genocidio. Dicho en términos brutales, no era tan fácil montar una estructura para asesinar a tal cantidad de gente y deshacerse de tantos cuerpos. Los primeros fusilamientos masivos tuvieron un considerable impacto sobre los soldados alemanes encargados de llevarlos a cabo. Himmler ordenó buscar nuevos métodos que tuvieran un "efecto psicológico menor sobre sus hombres". Se probó entonces con explosivos pero, aunque destripados, no todos morían al instante, y los miembros se desperdigaban demasiado. Se tardó bastante tiempo y llevó cierto número de experimentos llegar al método ideal. Con el uso del Zyklon B se hizo menos penoso el proceso homicida: ya no era necesario mirar a los ojos de las víctimas durante el asesinato.
Aun así, había problemas. En el otoño de 1941 Auschwitz no tenía medios suficientes para convertirse en una gigantesca maquinaria de muertos. Desde comienzos de 1942 se descubrió que era más rentable llevar las víctimas al matadero "por las buenas", mediante persuasión o engaño (la añagaza de las duchas). Se trataba también de gasear a los prisioneros con cierta discreción, pero siempre era difícil deshacerse de las pruebas (¡tanta carne inerte!). Todo ello en definitiva requirió de aportaciones creativas de todos los diseñadores del proceso para mejorar técnicamente el exterminio. No se limitaban, como arguyeron algunos, a "cumplir órdenes". Poco a poco el campo fue mejorando su "rendimiento", del mismo modo que se aplicaban técnicas nuevas, como la "selección inicial" para la muerte según llegaban los vagones atestados. Pero no fue hasta un momento muy tardío, a comienzos del verano de 1944, cuando se logró por fin hacer de Auschwitz-Birkenau el escenario del mayor exterminio de la historia, con la deportación en masa de judíos húngaros, a los que se asesinaba a un ritmo aproximado de diez mil diarios.
Rees insiste, complementariamente, en que las autoridades nazis no tenían claro al principio de la guerra qué hacer con los judíos (¿concentrarlos, deportarlos, matarlos selectivamente?). La "solución final" fue, pues, el resultado de cómo fueron evolucionando los acontecimientos y, en este sentido, el autor relativiza la trascendencia de la reunión de Wannsee y enfatiza la entrada en guerra de los Estados Unidos. Lo importante en cualquier caso es que a comienzos del 42 la suerte está echada de manera definitiva, y sobre la implicación personal de la cúpula del Tercer Reich en la decisión pueden albergarse pocas dudas (pp. 128-129). Pero para que la consigna se convirtiera en realidad hizo falta el concurso de muchas personas, probos funcionarios u organizadores eficaces como Rudolf Hoess (comandante del campo) que, sin el menor cargo de conciencia, contribuyeron lo mejor que supieron a que todo funcionara adecuadamente. El 85 por ciento de los SS de Auschwitz que sobrevivieron a la guerra quedaron impunes.
No construyamos un pasado que tranquilice nuestras conciencias. Esta historia termina mal, en parte porque dada la monstruosidad de los hechos no puede ser de otra manera, pero también porque la supuesta liberación de Auschwitz por el Ejército Rojo no supuso para muchos prisioneros más que la sustitución de un infierno por otro. Nada extraño, dado que Stalin en persona había pregonado que quienes estaban en poder de los alemanes no eran cautivos sino "traidores a la patria". Cientos de mujeres fueron violadas y asesinadas en orgías salvajes. Otros muchos fueron torturados y luego fusilados. Quienes tuvieron más suerte sufrieron prisión a la llegada a la Unión Soviética o deportación a Siberia. El crimen de todos ellos: haberse dejado capturar por el enemigo.
Sólo un reparo a este libro aleccionador: ¿cómo se puede utilizar con humillante reiteración el término "ajusticiados" para designar el triste sino de los reclusos o hablar con no menos frecuencia de "ajusticiamiento" en las cámaras de gas (pp. 89, 100, 137, etc.)?
La "liberación" soviética
No siempre la llegada de los ejércitos aliados fue liberadora. Rees explica que "pese a lo terrible que sin duda fue la violación de las antiguas internas de los campos de concentración por parte de los soldados del Ejército Rojo, el sufrimiento que éstos inflingieron a sus propios compatriotas a medida que ‘liberaban’ los campos resulta particularmente inquietante. Stalin había dicho que los alemanes no tenían en su poder a prisioneros de guerra soviéticos, sino a ‘traidores a la patria". Un ejemplo: Pável Stenkin había sido uno de los diez mil presos soviéticos enviados a Auschwitz en octubre de 1941 para construir Birkenau. Cuando el Ejército Rojo llegó a Auschwitz no lo liberó, sino que le interrogó durante semanas. De vuelta a Rusia, exiliado en los Urales, las preguntas continuaron. Finalmente acabó en prisión: los jueces que le condenaron con falsos cargos tenían aquel día entradas para el teatro.