C'est fini. Se acaban 17 días de pasión, de deporte, de lágrimas -de tristeza y emoción-, de trabajo materializado en una medalla o reconocido con un abrazo. El Stade de France -esta vez la ceremonia sí tuvo lugar en el estadio olímpico- tomó el relevo del Sena como anfitrión de fiesta. La de la clausura. El escenario, cuyo aspecto dibujaba un mapamundi, recibió el testigo de las originiales embarcaciones inaugurales.
Francia llevó la contraria al protocolo del desfile. Lo abrió, por delante de Grecia, la nación olímpica por antonomasia, en lugar de precintarlo con Estados Unidos -país organizador de los siguientes Juegos- escoltando su puesta en escena. La discoteca flotante del Sena con la que terminó el desfile fluvial inaugural dio paso a la amalgama de naciones que convivieron codo con codo sobre el estadio olímpico.
Aunque la eucaristía olímpica fue desprecintada por Léon Marchand lejos de allí, en el Jardín de las Tullerías, donde ha descansado, en el aire y durante 17 días, la llama olímpica. El deportista más condecorado de los Juegos -cuatro oros y un bronce- se acercó en solitario al pebetero aerostático -un globo de 30 metros de altura y 22 de diámetro- del que extrajo una parte de la flama que debía transportar al Stade de France.
Donde aguardaban los deportistas que, unidos en la diversidad racial y sin la importancia del género que tanta polémica ha levantado a lo largo de las últimas tres semanas, esta vez no estuvieron huérfanos de protagonismo. Ellos simbolizan el espíritu olímpico. Desde que el primer abanderado, Antoine Dupont, inició su desfile por el recinto, quedó claro que no había que forzar la vista para distinguir a cada deportista. Los prismáticos para el Sena se quedaron obsoletos.
Más de ocho años hubo para esperar volver a contemplar la comunión entre deportistas, aficionados y Juegos. Miles de atletas entremezclados con banderas de 206 naciones diferentes fueron testigos de la histórica entrega de medallas a las atletas del maratón femenino. Un guiño al pasado, a los primeros Juegos, cuando todas las preseas se entregaban en la ceremonia de clausura.
Cuando esto sucedía, Léon Marchand ya estaba a medio camino del Stade de France. Allí, la organización demostró que sabe albergar ceremonias con el foco lejos músculo cultural y cerca de los protagonistas. Con Emmanuel Macron -presidente de la república francesa- y Thomas Bach -presidente del Comité Olímpico Internacional- compartiendo palco de honor.
La delegación española, con María Pérez y Jordan Díaz a la cabeza, no llamaba la atención en cuanto a abundancia de deportistas, aunque sí por las sensaciones de desprendía. España fue, como en cada edición, de las más ruidosas y alegres de ver. Esta vez Marcus Cooper Walz no tuvo que echar mano de la biodramina para llegar sin problemas al final.
La temperatura de la ceremonia fue in crescendo mientras Léon Marchand ya había dejado atrás XVIII distrito de París en su trayecto final al Stade de France, convertido entonces en un festival de música moderna. La banda Phoenix, un grupo de indie rock francés formado en Versalles a finales de la década de los 90, autorizó el goteo de artistas.
Lo continuó Dj Kavinsky, un productor de música francés nacido en Sena-Saint-Denis. Y junto a él, la cantante belga Angèle. Ambos iconos de la música francoparlante cuyo gran parte de su caudal exitoso reside en Estados Unidos, otro guiño a Los Ángeles antes de que Thomas Bach pronunciara su último discurso como presidente del Comité Olímpico Internacional, en el que calificó los Juegos de París como 'Senacionales'. Humor casero el de Bach.
Los focos se centraron entonces en la bandera olímpica, que pasó de las manos de Anne Hidalgo -alcaldesa de París- a las de Karen Bass -homóloga en Los Ángeles- que se la entregó finalmente a Simone Biles. En esas, Tom Cruise, la sorpresa final, se preparaba para descender de lo alto del Stade de France, recoger la bandera de manos de la gimnasta y trasladarla vía terrestre y aérea a Los Ángeles.
Donde la playa de Santa Mónica, engalanada para la ocasión, recibía el testigo olímpico bajo las rimas de Snoop Dogg. Para entonces, si se preguntaban cómo llevaba Léon Marchand su camino al estadio olímpico, aciertan. Hacía su entrada en ese momento para apagar, de un soplido, la llama olímpica y dar por clausurados los Juegos Olímpicos. Au revoir, París 2024. See you soon, Los Ángeles 2028.