El misterio del falso tesoro de oro guardado en una cámara acorazada del museo
El Museo de América encargó una réplica de su pieza icónica para evitar que fuera robado. Costó 5,5 millones de pesetas y estuvo a la vista varios años.
22 octubre, 2017 02:03Noticias relacionadas
El Tesoro llegó en dos cajas, viajaba en el primer convoy que partía de Ginebra con el patrimonio español. Miles de obras de arte que habían salido de España con la bandera tricolor de la República, regresaban a la España rojigualda de Franco. Aquello se llamó “operación de salvamento”, pero el legado artístico estuvo en danza tres años, esquivando una guerra civil y una guerra mundial. Entre los 25 vagones que salieron de la ciudad suiza, el 10 de mayo de 1939, esas dos cajas. Y dentro, envueltas entre trapos y sacos de serrín, un cacique sentado, otro de pie, narigueras, alfileres para la ropa, cascos, pendientes, collares, todas de oro.
Cuatro días más tarde, las dos cajas entraban en el Museo del Prado, donde iban a pasar un mes sin desembalar hasta volver al Museo Arqueológico Nacional, donde se exponían desde 1893, cuando la reina María Cristina mandó para las salas de la institución el regalo del presidente Carlos Holguin.
En el Arqueológico fue custodiado hasta 1962, cuando fue trasladado al nuevo edificio del Museo de América, que se había empezado a construir en la Ciudad Universitaria en 1943. Allí se vio el Tesoro de los Quimbayas, desde 1965 hasta 1978, cuando su director manda el tesoro a las cámaras acorazadas del Banco de España por falta de adecuadas medidas de seguridad. Cinco cajas de cartón entran en la camareta número tres de la Cámara subterránea del oro.
Peligro de deterioro
Y cuatro años después de permanecer en las tripas del Banco de España, vuelven a desplazarse. Si el director dudaba de que su museo no pudiera ser asaltado para llevarse el Dorado colombiano, en la cámara acorazada no había condiciones de conservación para albergarlas. “Peligro de deterioro irreversible por oxidación”. En el interior de los sótanos, la humedad estaba disparada a un 75%, algo inaceptable para los metales de la aleación del oro. Así saltan de una cámara fuerte a otra, la del Museo Arqueológico Nacional. “Hasta que el Museo de América tenga construida la suya”.
Hoy, el Museo de América tiene la cámara. Y en ella no descansan, en armarios de vitrinas, las 121 piezas del tesoro original, sino la réplica del conjunto de los Quimbaya. Sólo dos personas en la institución conocen la contraseña que abre la puerta. El original está expuesto en una sala oscura que contrasta con el brillo del dorado y lo hace brillar.
Sólo puede verse hasta las tres de la tarde, porque el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, para salvar las necesidades del nuevo Museo Arqueológico Nacional, decidió mover empleados de un museo a otro. Una medida, menos brillante que el tesoro, que sigue sin remedio cuatro años después. Y eso a pesar de que el centro genera mucho interés: en 2016 recibió a 80.345 visitantes, su mejor cifra desde 2003.
Casi exacta
En 1978, España sí tenía interés en proteger su patrimonio cultural. Para cubrir el vacío que dejó el traslado de las piezas de oro al Banco de España, se encargó al taller de orfebrería Marmolejo Hernández, con sede en Sevilla, las reproducciones en cobre cincelado y chapas en oro. No exactas: debían diferir en un centímetro más o menos, precisamente para que no pasaran por originales. El instituto Central de Restauración y Conservación realizó los moldes de silicona para fundir las piezas, que se conservan.
El conjunto se presupuestó, tal y como informa el museo a este periódico, en 5.546.040 pesetas, impuestos incluidos. Estuvieron expuestas sólo 6 años y todavía se utilizan para exposiciones temporales ya sea dentro o fuera de España. En el Museo Arqueológico hay un cacique de la copia, pero podría ser empleada como un reclamo perfecto para el museo en más lugares de la ciudad.
Las copias estuvieron a la vista entre 1978 y 1984, momento en que el museo se cierra para reformarlo. Y en 1994 el edificio fue reinaugurado, con un nuevo montaje de las salas permanentes. Allí, en la sala de “ofrendas funerarias”, tan oscura e inquietante, sigue expuesto íntegramente el Tesoro original desde aquel día.
Sin embargo, los 16 años que los Quimabaya auténticos estuvieron fuera de la vista han hecho mella: “Hay visitantes que todavía te preguntan, delante de la vitrina del Tesoro, si lo que exponemos son las piezas originales”, cuenta a este periódico Andrés Gutiérrez, responsable del Departamento de América Precolombina.
El original, suena
La prueba irrefutable que distingue a uno del otro -además del tamaño- es el alma. El secreto está en las orejeras sonajero, sólo quien portaba estos idiófonos escuchaba su sonido, eran piezas para la élite. La importancia de las orejeras es que se incorporaban a su portador iconográfica y acústicamente. Se “carnalizaban”.
Era un pueblo sonoro, eran los que “danzan como tigres”. Los Quimbayas disfrutaron de una estética sonora utilizando las propiedades del metal, que mezclaban con la piel del hombre. Como las orejeras (pendientes) en forma de carrete, decoradas y con cascabeles en su interior que se conservan entre las piezas de orfebrería del Tesoro, que al saltar y bailar, sonaban pero sólo lo escuchaba su portador.
La calidad de la sonoridad de las orejeras sonajeros depende de la constitución de la aleación, así como de la forma. Pero, ¿para qué buscar una buena calidad sonora si no iba a escucharse o una iconografía significativa si no iba a verse? Porque era un elemento de distinción carnalizada, un privilegio personal.
Los Quimabayas sabían manejar las aleaciones de oro, plata y cobre. Éste último era muy satisfactorio para construir objetos globulares con clara sonoridad, tímbrica “brillante” y resonancia sostenida. En los cascabeles es importante sostener el movimiento vibratorio.
“A veces bailo como tigre. Doy zarpazos en el aire, así. Otras veces bailo como cangrejo. Digo en voz alta los nombres de los grandes mamas de tiempos antiguos”, se recoge en relato de un anciano sacerdote en la sierra, que vivía solo en un viejo templo derruido. Contó a Reichel-Dolmatoff que en ciertas noches bailaba solo, pero antes pasaba horas enteras en adornarse. “Tengo brazaletes de oro. Tengo cascabeles. Cuando bailo así, el oro santo brilla y veo mi sombra enorme pasar por las paredes. Así bailaban los antiguos; con el oro, el oro santo”. Oro arqueológico.