“No creas que porque canto / es que me he vuelto loco / yo canto porque el que canta / dice mucho y sufre poco”, entonaba Justo Betancourt en Pa’ bravo yo. La salsa -esa música de los barrios latinos de Nueva York amanecida en los cincuenta en los locales donde se reunían cubanos, puertorriqueños y venezolanos emigrados a Estados Unidos- siempre ha arrastrado en el imaginario popular un deje de erótica y bastardización del que hoy bebe este reguetón nuestro, carne de muslo y bronceado, de carcajada limpia y de frivolidad. Sobre todo a ojos del tímido meneo de los blancos -siempre un escalón por debajo de soltarnos del todo-: salsa es nalga y abrazo, meneíto caribeño que emula o, más bien, precede, al sexo con ropa.
El experto César Miguel Rondón (1951, mexicano de nacimiento y venezolano de adopción) trata de convencernos de lo contrario en El libro de la salsa, biblia del género -hasta esta publicación, de transmisión puramente oral-, reeditada ahora por Turner. Rondón llama a la salsa “la voz del barrio, de los amores contrariados, de la vida precaria, de los malandros y los desarraigados” y subraya su importancia identitaria, política y social como herramienta para llevar el Caribe al escenario de la gran ciudad.
En los setenta, Cuba se llenó, por imposición, de sonidos de quenas y tamboritos andinos en un intento oficializante de ‘latinoamericanizarnos’ a marchas forzadas, cuenta Leonardo Padura
La calle está durísima. Lo cantaba Joe Cuba. Y en ese verso habita el espíritu del género. En el prólogo del libro, Leonardo Padura -el autor cubano más vendido del mundo- cuenta que “a pesar de los diversos bloqueos políticos y comerciales a los que fue sometida, la Cuba de los sesenta estuvo en el centro de la actividad cultural latinoamericana y vivió el entusiasmo el boom, leyendo, todavía calientes, las novelas de García Márquez, Carpentier y Vargas Llosa, mientras se disfrutaba de los nuevos aires del teatro -incluida la moda del teatro de creación colectiva- y se realizaban esplendorosas exposiciones con lo mejor de la plástica latinoamericana de entonces, mientras figuras artísticas de primer orden paseaban por La Habana y daban fe de su entusiasmo por el joven proceso revolucionario”.
El comunismo afixió el arte
Esto cambió en los setenta, con una Cuba ya “férreamente politizada en la esfera cultural y social”: ahí llegó el hastío y el aburrimiento para los creadores, porque, según explica Padura, una tierra que había dado origen al son, al danzón, a la rumba, al mambo y al chachachá -y donde habían nacido músicos de la talla de Benny Moré, Arsenio Rodríguez, Chano Pozo o Celia Cruz- se llenó, por imposición, de sonidos de quenas y tamboritos andinos “en un intento oficializante de ‘latinoamericanizarnos’ a marchas forzadas”. Se empezaron a programar en los cines, hasta el cansancio, películas soviéticas, rumanas y polacas, “y a las librerías llegaban autores búlgaros y de otras geografías del realismo socialista de cuyos nombres no consigo siquiera acordarme”.
A pesar de las intentonas, en los ochenta, la furia de aquello llamado “salsa” -a la que los detractores habían llamado “engendro comercial y capitalista, sin valor musical alguno”- ya era imparable, y después de triunfar en Nueva York invadió todo el Caribe hispano. Sacaron la cabeza para el gran público músicos como Rubén Blades, Willie Colón, Héctor Lavoe o Johnny Pacheco. Se hizo vox populi que existía una compañía disquera bautizada como Fania que, además de producir discos, organizaba los conciertos de esas estrellas que se habían convertido en los nuevos ídolos musicales de millones de bailadores caribeños.
Lo dice Padura: “Los cubanos llegamos a destiempo a la salsa, y, siendo parte de ella por derecho propio, no pudimos disfrutar de sus mejores momentos”. Y eso fue responsabilidad, también, de que los críticos -o, como los llama Padura, “los que decían saber de música”- inaugurasen una batalla para negarle la autenticidad al género. “El hecho de que aquellos músicos llegados de todas las partes del Caribe, incluida Cuba -pero la Cuba del exilio, entonces innombrable- se remitieran a sonoridades tradicionales cubanas e, incluso, a muchísimas obras del repertorio criollo, fue el elemento esencial para aquella descalificación artística que, sin embargo, no se tomó el trabajo de detenerse a escuchar la nueva música, a investigar sus orígenes, a rastrear sus intereses y búsquedas”.
¿Por qué la salsa es política?
La salsa es política porque su influjo supuso una crónica de algo viviente, una expresión urbana, descarnada, barriotera como la realidad. Transversal, por otro lado, porque a pesar de los comentarios malintencionados de que la salsa es música malandra, lo que sí es cierto es que el malandraje sólo puede ser cantado en salsa, pero, con todo, el género traspasó las clases populares para instalarse también en gran parte de las clases medias. “En los barrios de guapos / no se vive tranquilo / mide bien tus palabras / o no vales ni un kilo”, advertía el bueno de Willie en Calle Luna, calle Sol, en oda al riesgo del gueto.
Hubo alguno que metió más caña, como Eddie Palmieri en La libertad-Lógico: “La libertad, caballero, no me la quites a mí / pero mira que también soy humano / y fue aquí donde nací. / Económicamente, / económicamente esclavo de ti… / esclavo de ti, caballero, / pero qué va, tú no me engañas a mí”. Fue Palmieri quien fijó por primera vez una postura por parte del neuyorican frente al norteamericano, que se presenta aquí como elemento opresor. El título viene de una anécdota curiosa: el cantante llamó al número “una salsa de la libertad”, y su interlocutor mostró sorpresa. Él contestó, entonces: “Sí, la libertad, ¡la libertad, lógico!”. De ahí el nombre definitivo del tema.
El tema lo que hacía era exigir libertad frente al mundo que oprimía al boricua, y si esta exigencia era desesperada y agresiva, la música no podía ser menos que desesperada y agresiva
“El tema lo que hacía era exigir libertad frente al mundo que oprimía al boricua, y si esta exigencia era desesperada y agresiva, la música no podía ser menos que desesperada y agresiva”, alicata César Miguel Rondón. Las cuarenta, de Gorrindo Grela, también cantó a ese Nueva York atestado de latinos que viven malamente: “Vieja calle de mi barrio / donde he dado el primer paso / cuando vos contaba el mazo / en inútil barajar. / Con una daga en el pecho / con mi sueño hecho pedazos / que se rompió en un abrazo / que me diera la verdad”. Y eso tan hermoso de “aprendí todo lo bueno / aprendí todo lo malo / sé del beso que se compra / sé del beso que se da / del amigo que es amigo / siempre y cuando le convenga / y sé que con mucha plata / uno vale mucho más”.
No sólo el dólar: también la identidad
Aquí el broche más social: “La vez que quise ser bueno / en la cara se me rieron. / Cuando grité una injusticia / la fuerza me hizo callar...”. Por no hablar de ese siempre politizado Rubén Blades -fue ministro de Turismo panameño y candidato a la presidencia, muy crítico con el régimen de Maduro- y su Pablo Pueblo: “Pablo pueblo / llega hasta el zaguán oscuro / y vuelve a ver las paredes / con las viejas papeletas / que prometían futuros / en lides politiqueras / y en su cara se dibuja / la decepción de la espera...”.
Los latinos emigrados y reunidos en Nueva York no sólo necesitaban dólares que enviar a sus islas, sino preservar sus señas de identidad, cantarlas y bailarlas en español: es ésta la perspectiva más íntima y comprensiva de la salsa. Entender el amor frustrado como “un periódico de ayer” -como decía Lavoe-, reivindicar el ser moreno -”porque así tenía que ser”, como proclamaba Bobby Valentín, y, en definitiva, asumir, como Blades, que para ser rumbero “tú tienes que haber llorado” -y mucho-, pero también “tienes que amar a la gente” y “tener el alma tan clara como el sol de oriente”. Qué retones, los ambiacos.