No es una estrella del pop, ni un producto típico. Es un ser errante y descarriado. Es un planeta irreconocible, que navega sin rumbo, libremente. Es una estrella atípica; una referencia a veces invisible en medio de un cielo atestado de estrellas, satélites y roña flotante. Siempre única, irrepetible e inmortal. El epitafio y el testamento de David Bowie se llama Blackstar y es su última obra, publicada días antes de morir. La estrella que reniega de luz y atención, que se olvida de brillar, sabía que se iba a apagar y cocinó estas siete canciones -sólo siete y tres recicladas- en apenas cuarenta minutos de duración. Es la última luz -vigésimo quinto disco- que desprende un cuerpo celeste que fue mucho más que un músico.
“No puedo responder por qué (no soy un gangster)/ Pero puedo decirte cómo (no soy una estrella de cine)/ Nacido en el camino equivocado (no soy una estrella blanca)/ (Soy una estrella negra, no un gangster)/ Soy una estrella negra, soy una estrella negra/ No soy una estrella porno, no soy una estrella errante/ Soy una estrella negra, soy una estrella negra)”. Canta Bowie, fallecido a los 69 años, con la voz de un rayo escalofriante. Seguro que las sirenas que escuchó Ulises en su trayecto, amarrado al mástil para enloquecer apresado, sonaban así, rap-noise.
No es una estrella porno, su popularidad no es un fin. De hecho, la popularidad es el enemigo. La misma noche del fallecimiento de Bowie, su némesis resplandecía como no lo había hecho hasta ahora, en los Globos de Oro: Lady Gaga emerge con el reconocimiento de actriz. La popularidad ciega, engaña y confunde. Canta en Lázarus: “Mira aquí arriba, estoy en el Cielo/ Tengo cicatrices que no pueden ser vistas/ Tengo drama, no puedo ser hurtado/ Todos me conocen ahora/ Mira aquí arriba, hombre, estoy en peligro/ No tengo nada más que perder”.
La estrella que ha dejado sin elegancia el firmamento musical era un dios plástico. Él enseñó a incomodar las etiquetas en vez de dejarse asfixiar por ellas. Su carrera fue una huida contra el significado. Lo ambiguo contra lo absoluto. Una estrella rebelde que se salió de sus casillas y nos obligó a asumir que un animal salvaje, una bestia, no se deja apresar. “Algo pasó el día en que él murió/ El espíritu subió un metro y se apartó/ Alguien más tocó su lugar, y gritó con fuerza/ (Soy una estrella negra, soy una estrella negra)”.
Bowie ciego, deslumbrante. El vídeo, compuesto como una pieza artística digna de museo -como hizo en el Victoria & Albert en 2013-, muestra un mito con una máscara con botones en lugar de ojos. Tan inquietante como revelador: ¿qué es lo auténtico? ¿Qué es la verdad? ¿Cómo descubrirlo en medio de la apoteosis del artificio? Ciegos. Arrancándonos los ojos para poder ver sin distracciones. La idea es del propio Bowie, quien le estuvo mandando bocetos al director del vídeo Johan Renck. Entre ellos ese fondo que tanto recuerda al paisaje de Dentro del laberinto (1987). Como dice Umberto Eco: “Algo no es falso a causa de sus propiedades internas, sino en virtud de su pretensión de identidad”.