España lleva tantos siglos despedazándose, tanto tiempo observando con mimo las ruinas tambaleantes que como nadie glosaron los miembros del 98 y del 14, que encontrar figuras que representen unión, engarce y vínculo casi parece un milagro. Precisamente en ruinas (aunque con alguna esperanza de ser rescatada) se levanta todavía la famosa casa de Velintonia, 3. A pesar del olvido (pestilente, como casi todo lo que huele a cultura en política), las huellas de una de esas figuras que traen al presente la concordia sigue paseando bajo el nombre de don Vicente Aleixandre. Este poeta excelso sostuvo en aquella vivienda, que observa el panorama político desde una de las zonas más hermosas de Madrid (hoy, obvio, calle Vicente Aleixandre), toda la vida cultural de la España franquista. No hubo poeta de renombre que no hubieran sido bendecidos por sus muros, ni tertulia que escapara a las teorías poéticas allí forjadas.
Antes de la Guerra
El hecho de nacer en 1898, año funesto, por cierto, para la historia hispánica donde los haya, le colocó en la misma línea de salida que a sus coetáneos más ilustres: Lorca, Prados y, algo más jóvenes, Cernuda y Alberti. Ellos eran la savia nueva de un grupo, el del 27, que revolucionó el panorama literario español. También del 98 era Dámaso Alonso, motor intelectual del grupo, gracias al que Vicente se introdujo en las lecturas de Darío o Juan Ramón. Todos unidos dejaron atrás la preocupación por España que, como ya se ha paseado por este texto, simbolizaban el 98 de la mano de Unamuno y el 14 de la mano de Ortega.
De pronto, este grupo de jóvenes con acento andaluz y marcada sed gongorina decidieron que se había venido a la poesía a destriparse, a exponer sus intimidades con el verso más elegante. Aleixandre, que escondía con rabia su bisexualidad, su frágil salud y sus fracasos de amor juvenil, plasmaba en el verso surrealista lo más granado y sutil de esa rabia. Pronto un epígono apareció en escena: Miguel Hernández, pastor oriolano, a quien algunos del 27 decidieron ningunear por puro clasismo, pero de cuya amistad con Aleixandre todavía quedan hoy versos maravillosos y la dedicatoria de Vientos del pueblo, quizás el poemario más avanzado compuesto por Hernández.
Todas estas referencias biográficas y poéticas son necesarias para comprender dos antecedentes y una primera conclusión. El 27 es, primero, el grupo que decide romper con el problema de España como núcleo de un movimiento literario y, segundo, el que por edad se ve obligado a tomar parte más activa en la guerra del 36. Para analizar este segundo antecedente es necesario comprender que aquella contienda deja escenas como el asesinato de Lorca a manos del bando nacional, el asesinato de José María Hinojosa a manos del bando republicano, la lucha encarnizada de Miguel Hernández junto a las milicias republicanas, el acercamiento de Jorge Guillén a la Falange para después renegar, la inclinación de Gerardo Diego hacia el ejército sublevado, los exilios de Cernuda y Alberti… Es decir, el grupo se rompe, como se había roto el resto del país, y he aquí que la conclusión ya se sobreentiende. En el centro del caos sobresale un nombre: Vicente Aleixandre.
Después de la Guerra
Madrid era ya una ciudad con más de un millón de cadáveres cuando el hambre de la posguerra decidió azotar también la mítica casa de Velintonia. Ahora, Vicente es el representante del 27 en España (ya todos están exiliados, muertos, o camino de). Desaparecerá Miguel Hernández, muerto en la cárcel. Era el mismo Miguel Hernández que le había conseguido un salvoconducto republicano para volver a las ruinas de Velintonia durante la guerra (la casa se situaba muy cerca del frente, por lo que se necesitaba ese permiso para llegar). Con ese salvoconducto, por cierto, rescató El llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías, de Federico García Lorca, que también se había marchado. En esos años de posguerra, ya sin amistades que lo rodearan, Aleixandre se sumerge en el famoso exilio interior, intenta olvidar el dolor, o al menos aparcarlo, y abandona el surrealismo para entrar en lo que se conoce como su segunda época: una poesía más humana, más popular. Es la época más esplendorosa del poeta.
El 27 es el grupo que decide romper con el problema de España como núcleo de un movimiento literario y, segundo, el que por edad se ve obligado a tomar parte más activa en la guerra
El panorama cultural debe resucitar, resistir al contexto, y Aleixandre lo sabe. La poesía se alza como baluarte de esta resistencia, y en concreto se hace con la mítica Velintonia como centro de operaciones. Si hablamos del verso de Aleixandre, empiezan a repicar conceptos como libertad o justicia, claves para entender el tono que se buscará después. La poesía social o la Generación del 50 se erigen como movimientos que basan gran parte de su corpus en el mensaje del sevillano, lo que se llamó el “humano vivir aleixandrino”. Ángel González, otro poeta de plata, cuenta cómo Aleixandre sirve de puente entre los poetas catalanes, donde encontramos a los todopoderosos Barral, Gil de Biedma o Goytisolo, y los madrileños, nombres como Pepe Hierro, Claudio Rodríguez o el propio Ángel González.
Da igual si la influencia del sevillano alcanza a Celaya, comprometido contra el sentimiento elitista burgués, o en Luis Rosales, hijo de familia falangista y afín al régimen. Da igual si su verso marca el camino de Francisco Umbral, escritor moderno y progresista, o de Leopoldo Panero, más clásico y conservador. Se muestra esa doble cara: mientras sus estrofas se plagan de pesimismo y dolor, en la vida real ejerce de pacificador, de apaciguador de aguas, de elemento indispensable para la cohesión de unas letras, las hispánicas, que habían saltado por los aires en apenas tres años de contienda.
Aleixandre sirve de puente entre los poetas catalanes, donde encontramos a los todopoderosos Gil de Biedma o Goytisolo, y los madrileños como Claudio Rodríguez o Ángel González
Se cumplen ahora cuarenta años del premio que habría de reconocer los méritos de tan extraordinario poeta. La Academia Sueca, quizá por el afán rotatorio que siempre demostró, buscaba desesperadamente una efigie hispánica sobre la que colocar los focos y, obviamente, no podía ser otra que la que tan digna y ecuánimemente había levantado Aleixandre. Ese Nobel no significaba sólo el triunfo de un verso magistral, o el reconocimiento a dos periodos poéticos (surrealista y popular) inigualables. El Nobel premiaba de golpe a esa Generación del 27 que había pagado con sangre el altavoz en el que se habían convertido sus versos. Y, ya desde un punto de vista más individual, el Nobel de Aleixandre también vino a cerrar las heridas abiertas, a reconocer en la figura del sevillano el triunfo de la libertad, de la honradez, del más elegante de los pacificadores. Este Nobel supuso, por resumirlo en una sola frase, que la cultura quedara para siempre grabada a fuego como elemento cicatrizante de la herida más honda.