El tres de junio de 1922 se pone en marcha la construcción de un mito catalán cuya única patria y bandera fue el dinero. Ese día llega a la estación de Barcelona el director de la Junta de Museus de la ciudad, Joaquim Folch i Torres, y trae de París un cuadro llamado a ser el origen de “un Museo que dejase patente de manera admirable la cultura artística catalana presente y pretérita”. La fama de La Vicaría hizo del cuadro de Mariano Fortuny y su compra un asunto de Estado.
El lienzo fue adquirido en subasta por Daniel Carballo y Prat, III Conde de Pradère, en 1912, por 250.000 francos. La marquesa de Landolfo-Carcano tenía entonces 81 años y La Vicaría, 42, y necesitaba cash. El precio se disparó gracias a la presión de los medios y de las autoridades, que convirtieron al cuadro en “la reliquia más preciada del nacionalismo”. Es una de las piezas que estarán presentes en la gran cita del Museo Nacional del Prado este año, que se inaugura el próximo día 21.
Un deber patriótico
La Junta lanzó un documento, con la reproducción del cuadro, para ser entregado a todos los que contribuyeran en el pago de la causa catalana. Era una “afortunada oportunidad” que la Junta aprovechó “dejándose guiar sólamente por la responsabilidad de su alta misión educadora y patriótica, convencida que así cumplía su deber de interpretar el sentir unánime de toda Cataluña”. Por eso “todos los amigos de nuestra Patria han de figurar en la suscripción. Es un deber patriótico”, pudo leerse en la revista Catalunya Gráfica.
Sin embargo, la casa de subastas de París donde se puso a la venta el cuadro, lo destacó precisamente por todo lo contrario. Había convertido el cuadro en el protagonista de la velada y en el catálogo destacaba la seducción de las mujeres típicamente españolas: “Mujeres con bellezas sonrientes cuyos labios rojos y pupilas negras están llenas de provocaciones”. Entre ellas destaca la que está sentada, “una española adorablemente coqueta”.
Cuadros y banderas
Antes de que saliera a subasta, El Liberal apeló al patriotismo español para recuperar la pintura. Mariano de Cavia arremetía contra los catalanes y los opulentos millonarios que no soltarían la mosca para que el cuadro del “glorioso hijo de Reus” quedara en España. En La mañana se muestra el dolor ante la posibilidad de que la obra de Fortuny sea abandonada a “los traficantes o al lujo altanero de los millonarios”. Y considera que “ese cuadro es el retrato del alma nacional”. Que La Vicaría es “toda España”.
Con esta inflación nacionalista, Daniel Carballo se convirtió en un héroe patriota, que luchó con sus ingresos contra la fuga del patrimonio español. Esta personificación del patriotismo lo puso en venta por el doble diez años después. Folch i Torres tuvo una larga negociación con Carballo, que cedió y de los 500.000 bajó hasta 300.000 francos por la pintura se había convertido en la obra más popular del arte español -en la actualidad es propiedad del Museo Nacional de Arte de Cataluña-, cuyas reproducciones se regalaban en los periódicos y se pintaban en abanicos, que el propio rey regalaba a la princesa Vitoria como recuerdo de la función que adaptaba la escena, el instante pintado, al teatro. Al teatro, sí.
Gloria nacionalista
Desde la izquierda catalana se criticó a los ricos por no ayudar en el pago de la obra, pero no se criticó la compra, de hecho se ensalzó: “Fortuny es un catalán glorioso, y el patriotismo tiene sus razones que muchas veces la inteligencia no comprende”, se leyó en La Campaña de Gracia. Pedían la reintegración en Cataluña de la tela más famosa de Fortuny, a pesar de que siempre estuvo en el extranjero. Curiosamente, unos meses después una compañía de zarzuela montó la revista Que és gran Barcelona!, y entre las escenas más elogiadas se encontraba la recreación de La Vicaría, que precede al número las manolas, “auténtico alegato de españolismo nacionalista y taurino”.
Las comillas citan al historiador del arte Carlos Reyero, que acaba de publicar en la editorial Cátedra la extraordinaria biografía Fortuny o el arte como distinción de clase. Reyero recuerda que Mariano nunca fue Marià -ni en su firma-, y que si abrazó alguna vez a una bandera fue a la del mercado del arte. El pintor viajó por toda Europa, bebió de Roma, de París, de Marruecos, y se entregó al pintoresquismo exótico en Granada (lo más deseado por sus compradores).
El mito de Fortuny -un poco la sal, un poco la arena- fue utilizado en vida como gloria nacional española y a su muerte por la catalana. Salió de Reus con su abuelo, camino a Barcelona, y no volvió a pasar por allí, porque su leyenda es la de un desclasamiento de libro: “Desde un origen humilde y salpicado de dificultades, consigue alcanzar, como consecuencia de su esfuerzo y de su continuidad en el trabajo, las más altas cotas de reconocimiento, se enriquece”, escribe Reyero, “y, celoso de su intimidad, vive rodeado de lujo y exquisiteces en algunos de los lugares más bellos del mundo”.