"Vamos a la playa a ver ovnis, nenita". Paulina Flores (Chile, 1988) puede decir las palabras de amor de un pederasta -"estoy loco por vos; tenés sabor a protector solar; me gustás de aquí a Plutón"- y hacerte sentir una cría confusa entrando al mar en la noche. O puede darte un consejo de madre ante la fatalidad amorosa: "Anda, prepárate un baño y olvídate del asesino ese". Puede ser la compañera de trabajo con la que te reencuentras o los ojos que te miran desde el banco de enfrente mientras piensas que ya no recuerdas un carajo acerca de la seducción. El niño pobre que veranea con sus primas ricas, el diario demente que escribir, los recortes de periódico que contienen ofertas de trabajo: Paulina puede serlo, colarse, alcanzar el fondo de los objetos, los pliegues del cerebro y del ¿corazón?; da igual, lo que quiera que sea que haya dentro.
Qué vergüenza (Seix Barral) es su primer libro, y da miedo. Son nueve relatos de "clase media baja", como dice ella, breves historias "de supervivientes", de gente "que no se echa a morir" a pesar de las frustraciones -"que no se doblegan, que no se rebotan"-. Cuenta Paulina que si explora ese estrato social -obrero- es porque viene de ahí, porque lo conoce hondo, y trata de desmenuzar "a esa clase media-baja que intenta escalar a la clase media-alta, y vivo con ellos esa discusión, esa tensión".
Qué vergüenza
La autora se planta ahí, en el escalón urbano -sucio, emocional, áspero- y arranca un trozo de la vida de sus personajes "reflexivos", lo ensancha y le da eco. "Ese instante puede ser mínimo, pero ellos le confieren una trascendencia mayor, y eso tiene que ver con que, en algunos de los cuentos, los protagonistas tratan de contarse su propia historia para llegar a entenderse", explica. "Como ese ejercicio de mirar el pasado y preguntarse cómo fue que llegué a tal lugar en el presente. A veces hay nostalgia, a veces no".
El proceso de escritura de este libro podría definir bien quién soy. Alguien que está constantemente enfrentándose de nuevo a las visicitudes
No se las da de estrellita aunque sus nueve cuentos hayan sido nueve hostias, nueve babas caídas, nueve arqueos de cejas. Cuenta al teléfono -con voz dulzona y atropellada- que detrás de este libro "hay mucho trabajo, mucho fracaso, mucho volver a empezar, mucho darse ánimos de nuevo y seguir intentándolo": "Eso, en realidad... podría definir bien quién soy. Alguien que está constantemente enfrentándose de nuevo a las visicitudes". Una editorial le rechazó la obra y Paulina esculpió los textos, una y otra vez. Entonces llegó el Premio Roberto Bolaño por el relato Qué vergüenza -que ahora da nombre a su obra primeriza- y que también le valió el Premio de Literatura del Círculo de Críticos del Arte a mejor escritora novel.
Qué vergüenza es el episodio sencillo y doloroso de las niñas pequeñas que acompañan a su padre -¡que es tan guapo como Luis Miguel, o más, más guapo!- a buscar trabajo a un cásting. Y esa anécdota destila recuerdos, cosquillas, reproches, pánicos; y sólo esa anécdota recorre cada lazo familiar, cada vínculo, cada expectativa del otro, del que desayuna enfrente.
Mujer, escritora, chilena
Paulina Flores lo tenía complicado para sacar la cabeza entre la maraña de la testosterona literaria, para ser considerada: mujer, joven, escritora y chilena. "Es más fácil aquí escuchar a los hombres, son mucho más visibles", sugiere. "Una mujer tiene que ser muy buena, tiene que destacar mucho para salir en la foto al lado de un hombre como profesional". Dice que a veces, en el circuito literario, nota "esa especie de chaqueteo, eso de que la gente hable de ti para referirse a cosas superficiales, como lo que pasaba en los Juegos Olímpicos, ¿sabes?, pues igual con las escritoras".
Paulina trabaja como profesora en un colegio 2x1 -"ahí donde los niños tienen que sacarse dos cursos en un año porque son muy desordenados o porque tuvieron problemas de algún tipo"-, redacta columnas "como ciudadana" y está "obsesionada con la literatura" a tiempo completo. Cuando empezó a escribir -allá a los 20, o 21, no recuerda- se sentía sola en su papel de mujer escritora y creía que, en realidad, desde ahí no había mucho que rascar. Entonces se encontró a Flannery O'Connor y el romance fue instantáneo. La autora estadounidense regresó desde los sesenta para imprimirle aliento. "Una siempre piensa que el cuento tiene que tener cierta forma, ¿no?, que tiene que ser algo como Carver o Hemingway, pero mi escritura no va por ahí. Yo quiero que la cosa rebalse. Quiero pensar".
No escribo sobre cómo deberían ser las mujeres tras la revolución feminista, sino sobre cómo son ahora las mujeres, y algunas son muy machistas
Sostiene que la literatura "sigue siendo un arte muy conservador en comparación con otras artes", y recuerda, medio con sorna, que el año pasado salieron de Chile muchas escritoras brillantes. "En realidad era chistoso, porque se hacían artículos así de '¡ah, qué buenas!' y una lo agradecía, pero a la vez era molesto, porque no se naturalizaba el hecho de que las mujeres pudiéramos escribir, sino que se trataba como una gran novedad", relata. "Evidentemente, somos un grupo aparte en cuanto a reivindicaciones, pero no me parece que se nos tenga que tratar también como grupo aparte en términos de literatura".
Ella se revela feminista, pero asume que su oficio consiste en contar las cosas como son. Si el libro no es reivindicativo, es porque es como la vida misma. "No escribo sobre cómo deberían ser las mujeres tras la revolución feminista, sino sobre cómo son ahora las mujeres, y algunas son muy machistas". Su discurso es radicalmente social, pero su literatura juega en otra cancha: en la de los matices, las complejidades, la búsqueda de humanidad en cada tipo de personaje. Explora cuentos luminosos y secretos de sótano también, cubiertos de moho. Es capaz de hacer la fiesta y el entierro en unas páginas. Déjenle espacio. Si se le pregunta qué cuento es ella, dice que Talcahuano -"chicos divirtiéndose, aventurándose, pasándola bien"-, pero también Olvidar a Freddy: "Uno muy sufrido, muy de amor", sonríe. Paulina Flores: extracto de esquizofrenia literaria que dibuja entera la vida.