No sabemos nada de Harper Lee: ha muerto en interrogación, se ha ido con todas las respuestas. La ermitaña no ha desaparecido. Cómo, si nunca estuvo. Sólo ha caminado un poco más lejos, un tramo más allá en el terreno del genio. Andará por ahí, en un lugar donde la decepción ya no importa porque no es posible; andará con el pelo corto, el cigarro y la camisa masculina de los viejos tiempos. Ella obró un milagro, uno y no más, y luego tuvo miedo. Ahora dicen los diarios que en Brodway se fragua la primera representación teatral de su novela, que la llevará a las tablas el guionista Aaron Sorkin, que la producirá Scott Rudin, que se estrenará en la temporada 2017/2018.
Ella se encoge de hombros: ahí lo tenéis, haced lo que queráis, mentíos vosotros solos. Después de publicar Matar a un ruiseñor, Lee dejó claro a su agente que no quería que se llevase al circuito de teatro neoyorkino. Temía -nunca dejó de temer- una reacción racista ante la historia. Nunca. Ni después de las ventas, la crítica, las devociones. Algo se le escapaba: cómo había podido atravesar el nubarrón de la xenofobia sin humedecerse, cómo había salido ilesa de un odio que palpó de cerca toda la vida. En realidad, Harper Lee le cedió al mundo una proclama igualitaria que ella nunca creyó posible del todo.
Libros tristes
Ve y pon un centinela, su manuscrito primario (fue enviado a una editorial en el verano de 1957, tres años antes de la publicación de Matar a un ruiseñor) fue rechazado diez veces. Oh, el planeta no necesitaba otro libro sobre racismo. Para qué otro tratado tópico y triste que nos señale los defectos, para qué otra reprobación sin esperanzas. Una editora se lo dijo claro a Harper: queremos que escribas sobre la niña Scout, sobre su descubrimiento del mundo, sobre su admiración a su padre (Atticus Finch en el libro). Y la escritora lo entendió: el público tiene sed de héroe, de buena noticia. El lector quiere afiliarse a una causa imposible y el caso del joven Tom Robinson -un negro inocente acusado de violar a una mujer blanca- le vino bien. Qué pena, qué injusto. Qué malos todos, el resto.
El público tiene sed de héroe, de buena noticia. El lector quiere afiliarse a una causa imposible y el caso del joven Tom Robinson le vino bien
Matar a un ruiseñor enjuagó tanto la conciencia colectiva que hasta se llevó un Pulitzer en 1961. Todo el mundo andaba encantado con Atticus -el inolvidable Gregory Peck en la película de 1962-, ese abogado de principios, ese padrazo, ese paladín de la imparcialidad. Ese santo defensor de la justicia -también- para negros. La gente empezó a estudiar Derecho en masa para ser como él. Se le ponía su nombre a los recién nacidos. "Uno es valiente cuando, sabiendo que la batalla está perdida, lo intenta a pesar de todo y lucha hasta el final. Uno vence raras veces, pero alguna vez vence", le explicaba a sus hijos. Bravo. Ovación internacional. Harper Lee guardó silencio. Decidió no dar entrevistas. Jamás terminó de creérselo.
Atticus bueno, Atticus malo
La escritora fue Scout, igual que Truman Capote inspiró a Dill (su mejor amigo y compañero de correrías en la novela). Más paralelismos: también el padre de la escritora era abogado y uno de sus casos fue la defensa de dos negros acusados de asesinato. Pero nunca sabremos -otra cosa que se fue sin decirnos- qué Atticus Finch fue su padre de Harper, si el encomiable de Matar a un ruiseñor o el racista de Ve y pon un centinela: ¿el de "Que hayamos perdido cien años no es motivo para que no intentemos vencer"? ¿O el que le dice a la Scout adulta si de verdad quiere que sus hijos vayan a una escuela que haya bajado de nivel para integrar a niños negros? El giro de Atticus es, sin más, el giro de la vida: una concesión a la verdad. Harper Lee, decepcionada con la vida real -y con el rechazo a la novela que la reflejaba-, había fabulado otra mejor. Más cálida, más esperanzadora.
Como Rocío Davis -catedrática de literatura inglesa de la Universidad de Navarra- explicó a este periódico, "Atticus se convirtió en un héroe que trascendió al racismo, pero en Ve y pon un centinela deja de ser así y se ajusta más a la realidad". ¿Es una contradicción? ¿O es que raspa en el imaginario del lector que sea la crudeza quien hable, quien se remonte a lo cierto?
El escarceo de Atticus por los néctares de la justicia para todos era irreal, pero nos gustó leerlo. Muerte de un ruiseñor fue el preludio de la sociedad justa que no llega
A pesar de las críticas, Harper Lee se reconcilia consigo misma de algún modo al publicar -a regañadientes- su obra originaria. Con su potencia menor y sus clichés manidos, con todo lo que, por irritante, era verdad. Las fobias sin escapatorias, la vulgaridad. La cerrazón del ser humano. Lo otro -el escarceo de Atticus por los néctares de la justicia para todos- era lo que nos gustó leer. Lo que nos sigue gustando. Matar a un ruiseñor fue el preludio de una sociedad más justa que no llega.
Los odios viejos
Ah, Scout también dejó de ser la cría intrépida que pegaba a sus compañeros de clase y montaba por ahí el cirio con su hermano y con Dill como un chaval indómito más. En Ve y pon un centinela ya se llama Jean Louise: se ha hecho mayor y deja a Hank, su novio, por no ser lo bastante para ella. "Ama a quien quieras, pero cásate con los de tu clase", se repite. Los personajes -incluso la entrañable cocinera negra Calpurnia- están ahora más solos, más rotos, más pervertidos por la convención social y los odios viejos. Agotados en sí mismos. Ciertos. Pero Harper Lee, la madre de todos ellos, ha fallecido a los 89 años en su residencia de Alabama enérgica, brillante, anhelante de justicia, con demasiadas historias dentro.
Más valor tienen todavía las nunca contadas: "Cuando la vi por última vez hace seis semanas estaba llena de vida, con su ingenio tan afilado como siempre", cuenta su agente, Andrew Nurnberg. "Citó a Tomás Moro mientras me guiaba por la historia de la dinastía Tudor". Claro que Harper Lee no se ha ido. Sólo ha caminado un poco más lejos.
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