La vida de Patrick Leigh Fermor (1915-2011) es uno de esos guiones a la espera de que alguien se anime a convertirla en película. Joven viajero a pie por la Europa de entreguerras y enamorado de una aristócrata rumana, el estallido de la segunda gran guerra del siglo le pilló en Bucarest. Regresó a Londres, se alistó, y protagonizó algunos de los episodios que, contados hoy, parecen robados a una película de Errol Flynn o Clint Eastwood. Pero fueron reales, mucho más que Objetivo Birmania o El desafío de las águilas.
Uno de ellos llega ahora, por primera vez -el texto completo permaneció inédito hasta 2014-, narrado por la pluma amena y alimentada de retranca del propio Leigh Fermor: Secuestrar a un general (Ed. Berenice) es el recuento pormenorizado, en primera persona, de la operación que aquel joven oficial de operaciones secretas llevó a cabo en Creta en 1944: el secuestro del general alemán al mando de la isla, Kreipe. El británico, enamorado de la cultura helena y de la isla, ya había estado allí en una primera misión que acabó en septiembre de 1943 cuando sacaron de noche por mar al general italiano Carta, que desertó. Podría ser otra película. No tenía pensado abandonar su puesto, pero ya en el barco, con el mar embravecido, no pudo regresar a tierra.
Don de gentes
Lo hizo cuatro meses después, en una misión que él mismo propuso. El episodio de la evacuación de Carta le dio la idea del secuestro. Contaba 26 años por entonces, y era un tipo de mundo, culto y con don de gentes. Se había ganado la confianza de los isleños, que detestaban, salvo los ocasionales colaboracionistas, al invasor nazi, sus razias y ejecuciones aleatorias, su política de tierra quemada. Al mando de la isla estaba el general de división Friedrich-Wilhelm Müller, apodado “el carnicero de Creta”. En septiembre de 1943, tras una incursión de un guerrillero cretense algo osada, redujo a cenizas siete pueblos y ejecutó a más de quinientos rehenes, mujeres y niños incluidos.
Es normal que Leigh Fermor y los agentes británicos que operaban encubiertos en la isla contaran con el apoyo de aquellas gentes, a las que el escritor siempre respetó y admiró. “Su experiencia en Grecia antes de la guerra, unida a su filohelenismo por instinto, le permitieron comprender inmediatamente los problemas del lugar, pese a estar recién llegado”, escribió de él su compañero de operaciones Xanis Fielding en 1954.
“Me fascina el personaje de Leigh Fermor, como escritor, y su capacidad para enamorarse de una tierra, un paisaje, una gente, y escribir de forma entretenida, incluso en circunstancias como aquellas, una guerra y un secuestro”, explica el director editorial de Berenice, David González, que llegó hasta el libro como voraz devorador d ella literatura de Leigh Fermor.
Como Lawrence con Arabia, Leigh Fermour se mimetizó con Creta. Se dejó bigote, y se vistió con camisas negras, daga y turbante
Leigh Fermor saltó en paracaídas sobre la isla el 6 de febrero de 1944. Allí le esperaba otro oficial, Sandy Rendel. Había varios británicos desperdigados por Creta, comandando a colaboradores y guías locales. “Ninguno de estos oficiales de enlace era militar de carrera. Entre ellos solo tenían en común unas nociones rudimentarias al menos sobre la antigua Grecia adquiridas en la escuela. Eran unos apasionados de Grecia y Creta y se implicaban profundamente no solo en las grandezas y miserias militares de la isla sino también, a medida que la ocupación fue prolongándose, en todos los aspectos de la vida cretense”, recuerda el escritor en su crónica. “Acabamos convirtiéndonos en parte de la familia”.
Como T. E. Lawrence en Arabia, Leigh Fermor se mimetizó emocional y físicamente con Creta. Se dejó un bigote y se tiñó -le iba la vida en que, si se cruzaba con alguna patrulla, lo tomaran por cretense-, se vistió de montañés, capa, camisa negra, daga y turbante incluidos. Encontró en otro oficial, Bill Stanley Moss, más joven pero con talento, al colaborador perfecto para su empresa. Tardó un mes en analizar la isla, buscar apoyos y trazar el plan.
Por fin, a finales de abril, llegó la noche elegida. Müller había sido sustituido por Kreipe, pero el plan seguía igual. “Papier bitter schön”. “Documentación por favor”. Aquellos dos cabos del ejército alemán que pararon al coche de Kreipe en plena carretera con unos farolillos rojos eran Leigh Fermor y Moss. “Arriba las manos”, le gritó el escritor “y, mientras con una mano pegaba el arma automática al pecho del general -se oyó un boqueo de sorpresa-, rodeé su cuerpo con la otra y lo saqué del coche”. Hubo un forcejeo, Moss noqueó con una porra al conductor. Y en segundos estaban conduciendo al mando nazi hacia la capital Heraclión, justo lo que menos esperaría la guarnición allí apostada. Una fuga planeada cuidadosamente.
Cada “halt” que le daban iba seguido de un taconazo cuando el guardia se cuadraba, en la penumbra al ver los uniformes. El libro está lleno de emociones, sustos, momentos en que casi son descubiertos… Siguió una larga peripecia con el prisionero por las montañas. Pero, cosas de los militares de vieja escuela, tanto el comando greco-británico como el cautivo se comportaron con caballerosidad. “No tiene nada que temer”, le dijo Leigh Fermor a Kreipe tras informarle de que era un “honorable prisionero de guerra” y que se lo llevaban a El Cairo. Y así fue.
Las represalias
“Fue fácil colegir que el general no era ni mucho menos un nazi fanático ni un admirador de Hitler”, rememora el británico. Juntos charlaron sobre la guerra, sus aliados y el trato a otros pueblos en el tiempo que duró la huida al interior, para despistar a las tropas alemanas, y la posterior evacuación por mar.
Leigh Fermor no elude hablar de las consecuencias de su acción. Algo que ya podían temer. Las represalias eran habituales. “Destruyeron algunos pueblos inofensivos con el mismo pretexto que fusilaron a rehenes capturados al azar en la calle, como medida de castigo, pero en términos generales quienes sufrieron la peor parte fueron los pueblos rebeldes de las montañas”, recuerda. Sus compañeros cretenses tenían claro a quien responsabilizar del horror. “Jamás salió de sus labios una sílaba recriminatoria”, escribe.
En un probable ejercicio de generosidad, Leigh Fermor acordó con Moss no publicar su versión de todo aquello hasta que no lo hiciera antes su compañero. Moss lo plasmó en 1950 en una novela, Mal encuentro a la luz de la luna en su edición española (Acantilado, 2011), que tuvo una adaptación al cine, Emboscada nocturna (1957), ambas traducciones del original Ill Met By Moonlight. Leigh Fermor escribió el epílogo para su amigo, pero después no abordó su propia revisión del episodio hasta 1966. “Como suele ser habiual en él, escribió esto muchísimos años después”, recalca González. “Lo escribe como un recuerdo tardío, como hacía en sus libros de viajes, es impresionante que tuviera esta memoria”.
Junto con la crónica del escritor, el libro incluye los ocho informes, extractados, que logró mandar al alto mando en El Cairo
Fue gracias a un editor londinense, que le encargó 5.000 palabras para unos fascículos sobre la II Guerra Mundial. Leigh Fermor le mandó 30.000 y al final se publicó de forma muy reducida y despersonalizada. El original permaneció en un cajón oculto -nadie sabe bien por qué- hasta la muerte de Leigh Fermor en 2011. Tres años después, se editó por primera vez la historia completa en inglés, y ahora llega en español.
Junto con el relato, no muy extenso (147 páginas), la edición incluye un prefacio y los informes de guerra extractados que Leigh Fermor fue mandando al alto mando cuando podía. Ocho comunicaciones llamativas por que mezclan la sobriedad castrense típica de este tipo de textos con el estilo más elaborado y personal de Leigh Fermor. “Llama la atención cómo alguien podía escribir esos informes en una cueva, con una retórica literaria”, explica David González. Pero lo suyo era pura vocación. Y el escritor lo es siempre, en tiempos de paz o de guerra.