La imagen que uno asocia con la Gran Depresión es la del crac del 29, con una lluvia de suicidas que se arrojaron por las ventanas de Wall Street. Como todos los estereotipos, tiene una base real pero oculta otra imagen más fiel a una década terrible que podría más bien compararse con un aluvión de plagas bíblicas.
Al terremoto bursátil le sucedió una serie de catástrofes naturales sin precedentes (sequías extremas, oleadas de lluvias torrenciales, gigantescos incendios, huracanes, inundaciones) que hundió del todo a las familias ya debilitadas y llenó las carreteras de emigrantes en su propio país. Así nacieron las Hoovervilles: poblados de chabolas que tan bien retratarían John Steinbeck en Las uvas de la ira y John Ford en su traslación cinematográfica, en una rara derivación filosocialista de la que luego medio se arrepintió.
Tal y como estaban las cosas, no era raro que muchos estadounidenses se identificaran con aquel caballo por el que, al principio, nadie daba un centavo.
En ese contexto de puro machaque de la población, el deporte, aunque aún no había llegado al estatus de negocio de masas actual, sirvió para encender en la población la ilusión de que era posible abrirse camino por pura constancia, dureza y fe.
Son los años de las historias de triunfo del boxeador Joe Louis, con el que no todos simpatizaban por su condición de afroamericano, del atleta Jesse Owens o, incluso, del purasangre Seabiscuit, que logró importantes triunfos a pesar de unos inicios poco prometedores y acabó venciendo a rivales criados en las cuadras más exclusivas. Tal y como estaban las cosas, no era raro que muchos estadounidenses se identificaran con aquel caballo por el que, al principio, nadie daba un centavo.
Pero si hubo un triunfo que tuvo especial relieve, fue el del equipo olímpico de remo, cuya historia cuenta Daniel James Brown en el libro Remando como un solo hombre (Capitán Swing). La historia de cómo el bote Husky Clipper y su tripulación de ocho remeros y un timonel lograron hacerse, contra todo pronóstico, con el oro en Köpenick (a una veintena de kilómetros de Berlín, y sede de las pruebas de remo de los Juegos Olímpicos de 1936), tiene todos los mimbres de la leyenda y seguramente se convertirá en película, pero también ayuda a entender las contradicciones de una época dura y singular.
Historias de supervivencia
Frente a los elitistas equipos de remo del Este (tanto era así, que Yale y Harvard se negaban a competir con otras universidades, y sólo lo hacían entre ellas), el de la Universidad de Seattle, en el estado de Washington, fue construido a partir de unos estudiantes que tenían que aceptar trabajos de un gran desgaste físico para poder pagarse los estudios, con historias de auténtica supervivencia que llegaban a hablar de adolescentes crecidos sin familia ni hogar. Para éstos, el remo era casi su última oportunidad para no perder de forma absoluta la esperanza.
Con esos mimbres, sin embargo, el entrenador, Al Ulbrickson, una auténtica leyenda, logró forjar un equipo que no sólo logró derrotar a la Universidad de California, la gran dominadora del Oeste, sino triunfar también en el campeonato interuniversitario de Poughkeepsie (Nueva York) y, a continuación, ganar la clasificación para representar a su país en la inmensa operación propagandística que Goebbels montó para ensalzar la imagen de Alemania.
Cuando finalmente lograron el oro no sólo ante Gran Bretaña, la gran favorita, sino ante las mismísimas Alemania e Italia, descaradamente favorecidas por la organización, Hitler se retiró con el mismo rostro agrio que se le puso cuando tuvo que "sufrir" la victoria del afroamericano Owens. Pero Leni Riefenstahl, con un despliegue técnico sin precedentes, hizo de la regata uno de los segmentos más emocionantes y bellos de su monumental Olimpia, el documental que realizó para ensalzar los Juegos y al Führer. Todo un viaje para esos chicos que surgieron de una tierra agostada y que se vieron desfilar entre brazos alzados y la mayor ceremonia que nunca se hubiera organizado para inaugurar unos Juegos. El triunfo del equipo y del hombre común ¡Qué no hubiera hecho una Leni norteamericana con ello!