El 30 de junio de 1521, justo cuando se cumplía un año de la Noche Triste, una fecha aciaga, y un mes del inicio de asedio de México-Tenochtitlan, Hernán Cortés decidió lanzar una gran ofensiva sobre la capital mexica. Hasta el momento, la estrategia del caudillo extremeño había consistido en ir aniquilando la plaza mediante pequeños ataques continuos, quema de barrios, presión desde el lago con los bergantines y repliegues nocturnos. Pero en el aniversario de su mayor descalabro tramó un ambicioso y arriesgado plan con todos los hombres disponibles para certificar la conquista.
La operación, una vez escuchada la misa diaria, consistía en un ataque simultáneo desde los tres campamentos castellanos —el de Cortés, el de Pedro de Alvarado y el de Gonzalo de Sandoval— con el objetivo de tomar el gran mercado de Tlatelolco. Cuando se perseguía al enemigo y la victoria parecía cercana, el contraataque de las tropas camufladas del tlatoani Cuauhtémoc en una calle estrecha y medio inundada, sorprendió a los hombres del de Medellín, que entraron en pánico y huyeron a la desesperada. Algunos españoles y aliados aborígenes empezaron a ser capturados.
De hecho, los mexicas llegaron a tener preso al propio Cortés durante unos instantes dramáticos, hasta que apareció para salvarle el capitán Cristóbal de Olea, quien mató a estocadas a cuatro de los captores de su señor. Según los distintos cronistas, en torno a medio centenar de castellanos murieron en los combates. Los que fueron capturados, recibieron el más cruel de los castigos: en ceremonias nocturnas, con grandes fuegos, gritos y tañer de tambores, les sacaron los corazones y clavaron sus cabezas en picas delante del templo de Mumuzco.
"Después de un mes de lucha, la moral de los españoles se hallaba por los suelos", narra Antonio Espino López en Vencer o morir (Desperta Ferro). "Parecía como si de una maldición se tratase: justo un año después de la terrible Noche Triste, de nuevo las fuerzas de Cortés habían sufrido un grave descalabro. Quizá numéricamente no tenía parangón con el ocurrido en 1520, pero el caudillo extremeño era muy consciente de su necesidad de enderezar la situación a la mayor brevedad, dado que (…) aquella guerra la ganarían los indios aliados en última instancia, pero su extraordinario apoyo se había sostenido hasta entonces en la ofensiva hispana, en sus victorias y en la promesa de derrocar de una vez por todas el poder de los mexicas".
Ante el número de heridos, el cansancio acumulado y la falta de provisiones, Cortés tuvo que adoptar una estrategia más defensiva. También a consecuencia de que parte de sus aliados —los tlaxcaltecas, los cholultecas, los chalcas, los habitantes de Huexotzinco, de Tetzcocoy de Tlalmanalco— decidieron abandonar los campamentos hispanos y regresar a sus territorios. Según el cronista y conquistador Bernal Díaz del Castillo, de los 24.000 guerreros aborígenes apenas quedaban dos centenares. Los mexicas, además, propagaron el rumor entre los suyos de que los invasores estaban abocados, por designios divinos, a caer derrotados.
Guerra total
Sin embargo, hacia mediados de julio, los conquistadores españoles habían retomado la iniciativa. Los ocho días presagiados por el oráculo de Huitzilopochtli, el dios del sol y de la guerra, para la derrota hispana se habían consumido sin consumarse, y a los diez o doce del severo revés, los hombres de Cortés volvían a combatir en el interior de la ciudad. Eso también alentó la reacción de los aliados, que enviaron miles de tropas para contribuir al asedio hispano.
"Haciendo acopio de cinismo, [Cortés] les intentó demostrar que los había convocado a aquella batalla no por necesitarlos para derrotar a los mexicas, sino para que se aprovecharan de las riquezas de sus enemigos tradicionales, regresasen ricos a sus casas y se vengasen por los excesos mexicas del pasado", explica Espino López, catedrático de Historia Moderna de la Universidad Autónoma de Barcelona.
A pesar de la imposibilidad de obtener ayuda externa, de la escasez de vituallas y agua potable y del continuo hostigamiento al que estaban sometidos los defensores, Cuauhtémoc se negaba a rendirse. Entonces, tras mes y medio de asedio, Cortés comenzó a considerar la única solución viable: hacer la guerra total. "Se trataba, de hecho, de poner en práctica hasta sus últimas consecuencias el derroque de la urbe; por ello, conforme se fueran ganando calles y sorteando canales, se irían derribando las casas a un lado y otro de las avenidas; de ese modo, el entorno inmediato debía quedar como un solar por donde se pudiera avanzar con la tranquilidad de no producirse ataques por los flancos más cercanos y desde las alturas de las viviendas, pero con la prevención, incluso, de 'lo que era agua hacerla tierra firme, aunque hubiese toda la dilación que se pudiese seguir'", explica el historiador.
El caudillo extremeño, al que no le importaría desplegar ciertas dotes de crueldad para someter al enemigo, ordenó duros ataques la madrugada del 23 de julio, el 25, día del apóstol Santiago, patrón de España, el 27 y el 28, cuando las avanzadillas de Alvarado lograron entrar de manera definitiva en el mercado de Tlatelolco. El propio Cortés trepó hasta el Templo Mayor, escenario de los rituales y sacrificios mexicas, donde "hallamos ofrecidas antes sus ídolos las cabezas de los cristianos que nos habían matado". En aquel momento, señala Espino López, el conquistador de Medellín supo que había vencido, aunque a un gran coste: la destrucción de México-Tenochtitlan, de la que solo quedaba una octava porción por controlar.
La caída
A principios de agosto, Cortés intentó varios acercamientos al líder mexica y solicitó su presencia para negociar personalmente la rendición. Le prometió mantenerlo en su posición de tlatoani si aceptaba ser vasallo del rey Carlos V, pero Cuauhtémoc se mostró indomable. Ante la negativa, los españoles entendieron que la única posibilidad de terminar la guerra era tomando la ciudad por completo, y lanzaron una última ofensiva sobre el barrio de Amáxac, donde los cadáveres eran pisoteados por los vivos ante la falta de espacio. Numerosos mexicas imploraron la muerte a sus captores para no ser testigos del fin de su mundo.
Los defensores, agarrados ya a lo único que les quedaba, la fe, eligieron a un valiente guerrero tlatelolca, de nombre Tlapaltécatl Opuch, tintorero de oficio, para que utilizase un tocado muy especial, el quetzaltecúlotl. Según las creencias mexicas, quien se vistiese con ese atuendo totalmente recubierto de plumas de quetzal y con las armas de Huitzilopochtli, un arco y una flecha, derrotaría a sus enemigos —matando o hiriendo y capturando a un contrario— o sería el final de su pueblo. Pero por muchos augurios a los que se encomendasen, la situación era irreversible.
El 12-13 de agostó se certificó la caída de México-Tenochtitlan. Para defenderse del último ataque, los mexicas armaron incluso a sus mujeres. De nuevo, fue insuficiente. Cuauhtémoc, antes de rendirse, trató de huir, pero fue capturado. Según relata Bernal Díaz del Castillo, el tlatoani trataba de escapar a bordo de medio centenar de canoas acompañado de la élite guerrera que quedaba con vida. Cuando lo llevaron frente a Cortés, solicitó la muerte, que no se la concedería. En ese punto, según el caudillo castellano, "cesó la guerra, a la cual plugo a Dios Nuestro Señor dar conclusión en martes, día de San Hipólito, que fue 13 de agosto de 1521 (sic)".
Espino López calcula que Hernán Cortés dispuso de un total de 1.965 hombres, de los que murieron 1.181, el 60%. Un precio reducido de vidas en relación con las sufridas por los mexicas o los aliados de los españoles, a contar por decenas de miles, pero un porcentaje altísimo tratándose de una campaña militar. Y aunque había triunfado en el asedio de la esplendorosa capital del Imperio mexica, la conquista de América Central no había terminado.
"La invasión española no concluyó, ni mucho menos, en 1521. La Triple Alianza cayó, pero ello no implica que lo hiciera toda Mesoamérica al mismo tiempo", valora Antonio Espino López en su imprescindible obra. "En realidad, cabría hablar de un cúmulo de conquistas, y no todas de tipo militar, en los años venideros. De hecho, Cortés y sus capitanes hubieron de someter otros 300 señoríos por las armas, pero también abundaron las alianzas políticas y los reconocimientos interesados de la soberanía de Carlos I".