A Felipe V no le agradaba el viejo Alcázar Real de Madrid, símbolo de la antigua dinastía y edificio decrépito en comparación con los lujos de la arquitectura francesa. Por eso, tras su llegada al trono español, había ordenado la construcción del Buen Retiro, un palacio fastuoso, más caro que El Escorial y ubicado al otro extremo de la ciudad, que contaba con un teatro, un lago para espectáculos navales o jaulas con animales exóticos. Era más luminoso y sus diáfanos jardines recordaban al monarca a su añorado Versalles. Allí pasó la Nochebuena de 1734, lo que le salvó de presenciar un pavoroso incendio que devoró el antiguo Alcázar.
El fuego se desató en la madrugada del 24 al 25 de diciembre, supuestamente por la imprudencia de unos criados aturdidos por los efectos del alcohol. La opinión general situó el chispazo de las llamas en un cortinaje de los aposentos de Jean Ranc, pintor de cámara, aunque paradójicamente estas dependencias se encontraban en el ala menos afectada. Otros relatos han sugerido una improbable conspiración borbónica, teniendo en cuenta la decisión posterior de Felipe V: construir en el mismo sitio un nuevo palacio a la altura de sus tiempos y de su propia dinastía.
Según Félix de Salabert Aguerri, marqués de Valdeolmos y III de Torrecilla, que fue testigo de las llamas y escribió un relato de lo acontecido unos días después, la primera voz de alarma la dieron unos centinelas alrededor de las doce de la noche. Era una jornada festiva, pero al parecer ocurrió algo similar al cuento del lobo y los pastores: un mes antes, la Corte había celebrado con luminarias y antorchas en las fachadas del Alcázar la capitulación de Capua, que ponía fin a la presencia austríaca en Nápoles y aseguraba ese reino para el infante don Carlos, cuando un muchacho empezó a gritar que se estaba quemando el palacio. Hubo mucha confusión y se repicaron las campanas, pero en realidad no había nada ardiendo.
El día de Nochebuena se tardó un tiempo que hubiera sido fundamental en identificar la verdadera dimensión de la catástrofe. El marqués de Torrecilla señala en su crónica que, al principio, la gente hizo caso omiso al toque de fuego de los campanarios porque pensaba que eran maitines. Los frailes de la cercana congregación de San Gil fueron los primeros en colaborar, tanto en la extinción de las llamas como en el salvamento de personas y objetos artísticos. Unos trabajos que empezaron con las reliquias de la Capilla Real y para los que fue rechazado el pueblo. La razón la explica Salabert Aguerri: "Las puertas no las quisieron abrir, por temor al saco".
"El incendio se extiende y dura hasta el 31, una semana. Mueren una dama y tres peones, hay varios heridos, y la destrucción del edificio es casi total. Aunque se logra sacar parte del mobiliario y de las colecciones, las pérdidas patrimoniales en joyas, pinturas, obras de arte, objetos de culto y archivos son muy importantes", narra la historiador María Victoria López-Cordón Cortezo en el capítulo dedicado al trágico suceso en la obra Historia mundial de España (Destino). Las llamas, milagrosamente, no afectaron ni a la casa del Tesoro ni a la Biblioteca Real.
Pero sí a los grandes salones donde estaban colgadas las obras maestras de Tiziano, Rubens, Velázquez, Caravaggio, Ribera, Veronese, Tintoretto... Un grupo de osados se jugó la vida para salvar el mayor número posible de lienzos; las cortaron de sus marcos y bastidores y las arrojaron por las ventanas. Así volaron Las meninas y el retrato ecuestre de Carlos V en Mühlberg, que se oscureció en su parte inferior a causa del humo. Ambos cuadros son hoy en día dos de los grandes atractivos del Museo del Prado, como lo sería La expulsión de los moriscos, considerada en la época con una de las pinturas más valiosas de Velázquez, y que ardió junto a tres obras mitológicas del sevillano, al retrato favorito de Felipe IV que le pintó Rubens, un Lacoonte de El Greco o un autorretrato de Rafael.
Por fortuna, Felipe V había ordenado trasladar algunas de las mejores telas de la colección real española al Palacio del Buen Retiro, como El Pasmo de Sicilia de Rafael. En total, según un inventario que se realizó en los días posteriores al desastre, se salvaron 1192 cuadros y 44 lotes de esculturas y mobiliario en los cuales se detallaron las obras por conjuntos. Algunas de las joyas más emblemáticas de la Corona, como la perla Peregrina o el diamante del Estanque. Los cálculos de algunos investigadores, sin embargo, concluyen que en el incendio se perdió alrededor de medio centenar de pinturas, además de numerosos documentos pertenecientes al Archivo de las Indias, esculturas de mármol o bronce, las colecciones americanas recabadas por los conquistadores y un largo etcétera.
Fue una auténtica tragedia patrimonial, de las más descorazonadoras de la historia de España. Aunque lo cierto es que podía haber sido mucho peor. El Alcázar de Madrid quedó reducido a cenizas humeantes, y Felipe V decidió derribar lo poco que había sobrevivido para erigir una monumental residencia a sus gustos y antojo, el Palacio Real, con 135.000 metros cuadrados y 3.418 habitaciones. El proyecto se lo encargó al arquitecto italiano Filippo Juvara, que falleció antes del inicio de las obras. El testigo lo recogió su discípulo Giambattista Sacchetti y la construcción la culminó Francesco Sabatini, arquitecto de Carlos III, el primer monarca que se instaló en el real sitio, uno de los más grandes del mundo, en 1764.
"Realidad y metáfora, el incendio del Alcázar cambió el perfil urbano de la capital de los Borbones, e hizo explícita la voluntad de representar en el nuevo edificio las glorias unidas de la monarquía española y de los Borbones", señala María Victoria López-Cordón. Desde entonces, el Palacio Real ha sido morada de Carlos IV, Fernando VII, Isabel II y Alfonso XIII, del que todos tuvieron que huir para conservar no solo el trono, sino su vida; y también de Manuel Azaña, presidente de la República, en 1936. En esa época, el edificio se llamó Palacio Nacional.