Las puertas del infierno se abrieron el 14 de junio de 1940, cuando el campo de exterminio de Auschwitz recibió al primer grupo de deportados. Fueron 728 prisioneros polacos, la mayoría de ellos jóvenes estudiantes y militares que habían sido detenidos en Eslovaquia o en las localidades fronterizas. Pero el heterogéneo convoy también incluía miembros de organizaciones clandestinas y a civiles —profesores, abogados, deportistas, curas, doctores o médicos—. Solo once de ellos, que se sepa, eran judíos. Marcados con los números que iban desde el 31 al 758, se convirtieron en los primeros reclusos del epicentro de la maquinara del odio nazi.
Un tren les condujo desde la localidad polaca de Tarnów hasta los recintos iniciales del campo, que se estaba construyendo en las inmediaciones de la ciudad de Oświęcim, al lado del río Sola, a partir de una serie de barracones de ladrillo rojo que habían sido utilizados por el ejército local. De Auschwitz, un lugar que hasta su desmantelación en enero de 1945 serían asesinadas más de un millón de personas, escaparon con vida 325 de los hombres que formaban parte de ese transporte inaugural. 292 murieron y de los 111 restantes no se conoce su destino, son más de un centenar de historias que todavía quedan por reconstruir.
Una de las últimas identidades que los investigadores del Memorial de Auschwitz han sacado a la luz es la de Józef Bałuk, el número 756, cuya fotografía estaba hasta ahora catalogada en los archivos con el lema de "desconocido". Gracias a los documentos donados por sus familiares, el nombre de este empleado de la compañía estatal de ferrocarriles, nacido en Cracovia en 1890 y detenido en la primavera de 1940, ya engrosa la trágica e infinita lista de fallecidos en el campo: él murió el 18 de febrero de 1941. Un caso similar, y rescatado también recientemente, fue el de Zbigniew Nowotarski, el preso 657, un abogado fallecido en 1941 y de quien solo se conservaba una imagen sin información personal.
Jerzy Bielecki fue otro preso político polaco que iba en el primer transporte. En la obra El Holocausto (Crítica), de Laurence Rees, recuerda que los temibles guardias de las SS apalearon a los reclusos a lo largo de todo el camino que separaba la estación del tren de las puertas del campo. "A mi lado iba un chaval joven, tendría unos dieciséis años —o incluso quince— y estaba llorando a lágrima viva. Le habían roto la cabeza y le caía sangre por la cara... Teníamos miedo, no sabíamos dónde estábamos. A mí me pareció que estábamos en el infierno. No se puede describir de otra manera. Y resultó que sí: era el infierno".
Este domingo se cumplen ocho décadas del día en que ese primer tren llegó a Auschwitz, el despegue de uno de los momentos más horrorosos de la historia de la humanidad. El Memorial del campo ha organizado una exposición virtual para rendir homenaje a estos primeros deportados, conducida a través de la figura de Tadeusz Korczowski, el número 373, y las veintiuna cartas que logró enviar a su madre y a su esposa desde los barracones que contemplarían tantísima muerte en los años venideros.
La primera, desde el arranque, ya es escalofriante, y dibuja una realidad irreal: "Llevo desde el 14 de junio en el campo de concentración de Auschwitz. Estoy sano y me encuentro bien". Era la consigna impuesta por los nazis: todas las misivas —que solo podían enviar los reclusos que no fuesen judíos, prisioneros de guerra soviéticos o aquellos cuyos familiares residían en territorios que no estaban bajo dominio alemán—debían empezar así, aunque el remite estuviese agonizando.
La censura
Korczowski, nacido en 1914, se había enrolado en la resistencia polaca poco después de la invasión nazi de su país. El 1 de mayo de 1940 fue arrestado en la localidad de Rzeszów junto con su hermano Jerzy, seis años más joven. Ambos fueron encerrados en el castillo transformado en cárcel y el día 9 transferidos a la prisión de Tarnów. El 14 de junio los subieron al tren que les empujaría a Asuchwitz. Su historia tiene un final feliz —aunque después de la guerra el mayor fuese arrestado por la policía secreta soviética—: los dos alcanzaron la liberación en octubre de 1941. Muchos de sus camaradas no tuvieron la misma fortuna: los datos del historiador Rees indican que "a principios de 1942, habían muerto más de la mitad de los 20.000 polacos enviados al campo en primer lugar".
Algunas de las misivas redactadas por Korczowsk —en alemán, la única lengua permitida— son triviales y en ellas se dedica a pedir dinero a sus seres queridos para poder seguir contactando con ellos —las hojas estampadas las proporcionaban las autoridades del campo—, pero otras destilan una gran emotividad, como la del 13 de octubre de 1940 dedicada a su esposa: "Tu última carta me ha hecho muy feliz. Me trajo un pedazo de tu vida y me imaginé viviendo contigo. Han pasado seis meses desde nuestra boda y los dos hemos pasado por muchas cosas, pero no te preocupes, querida Halusia. Como te he escrito anteriormente, nuestra hora llegará y nuestros sueños se harán realidad".
Gracias a este testimonio, también se puede comprobar el mecanismo de censura que actuaba en Auschwitz, encargado de comprobar que los prisioneros no desvelaran ninguna queja sobre su estado de salud ni ningún dato referente al campo. La paradoja consistía en que la mentira, no contar la verdadera situación, era la única forma de ponerse en contacto con los familiares.
"Para nosotros, cada documento, cada objeto personal o cada carta salida del campo es esencial", explica Bartosz Bartyzel, portavoz del Memorial de Auschwitz. "Gracias a ellas no solo podemos aprender de la historia de Auschwitz como institución, sino también sumergirnos a un nivel muy personal y mostrar los destinos individuales de los seres humanos. Por ello apelamos a que se nos donen todos los documentos y objetos relacionados con la historia y las víctimas de Auschwitz; aquí serán protegidos, conservados, estudiados y exhibidos como las cartas que nos ha proporcionado la familia de Tadeusz Korczowski". Esa es la única forma de reconstruir las 111 historias de los desaparecidos del primer transporte, y las de tantas otras personas que fueron condenadas a la misma suerte.