Roma comenzó a ser verdaderamente grande cuando llegaron los emperadores. Pero, como relata Tom Holland en Dinastía (Ático de los Libros), el imperio no cayó un día del cielo. Escarmentados como estaban los ciudadanos romanos por la experiencia de la monarquía, al establecer la República se juraron que nunca más volverían a ser súbditos de ningún hombre, hasta el punto de que el de "rey" se convirtió en el peor insulto imaginable.
Y sin embargo, César Octaviano, el más débil miembro del triunvirato formado tras el asesinato de Julio César, y él mismo hijo adoptado por el asesinado dictador, logró ir jugando sus cartas no sólo para conseguir eliminar a Lépido y Marco Antonio, los otros dos triunviros, sino que el Senado y el pueblo de Roma le fueran cediendo paulatinamente poder hasta convertirlo, en el 27 a.C., en emperador, supuestamente para restituir el anterior esplendor de la República, aunque en realidad la estuviera finiquitando. Una operación que no hubiera sido posible sin Livia Drusila, quien se convirtió en esposa, madre, abuela y bisabuela de emperadores. Si hubo una pieza común a Augusto (nombre que acabaría adoptando Octaviano), Tiberio, Calígula y Claudio, fue ella.
Su figura se perpetuó en numerosas estatuas y prestó su rostro a las imágenes de diversas diosas. Sólo cuando se acercó el final de Augusto, en el año 14 d.C., el relato se enturbia
Y eso que no lo tuvo fácil. En una sociedad en la que la mujer nunca perdía la minoría de edad legal frente a su padre (algo que ni siquiera cambiaba con el matrimonio), Livia demostró desde muy pronto una gran capacidad para, primero, sobrevivir políticamente, y luego ejercer el poder en la sombra. Nacida en el 59 o 58 a.C., pertenecía a la familia Claudia, un linaje muy poderoso que hundía sus raíces en los primeros siglos tras la fundación de Roma. Su padre, Marco Livio Druso Claudiano, la casó pronto con su primo Tiberio Nerón, con quien tendría un primer hijo, Tiberio, el futuro emperador.
Los Claudios, sin embargo, demostraron una lamentable falta de acierto a la hora de escoger alianzas en los convulsos tiempos que les tocó vivir. El padre de Livia se puso del lado de los asesinos de César, lo que le llevó al suicidio cuando éstos fueron derrotados en la batalla de Filipos. Su marido tampoco tuvo mejor olfato cuando escogió el bando de Marco Antonio para oponerse a la creciente influencia de Octaviano. Su elección les terminó llevando al exilio de Roma, a perder todas sus propiedades, y a buscar refugio en Sicilia, moviéndose de noche y escondiéndose en los bosques para no ser detectados.
Cuando Octaviano, en una de sus hábiles jugadas, decretó una amnistía para los rebeldes, Livia acompañó a su marido de vuelta a Roma. Las crónicas cuentan que cuando el poderoso triunviro la conoció, cayó inmediatamente rendido ante su belleza, hasta tal punto que esperó a que su mujer diera a luz para casarse con ella. No hace falta decir que el esposo de ésta no tuvo reparo en divorciarse, e incluso entregarla en la boda a su nuevo marido, en lo que supuso el perdón definitivo de sus pecados políticos.
El hecho de que el matrimonio durara 52 años, hasta la muerte de Augusto, y que éste no la repudiara por no tener ningún hijo con él (una causa más que habitual por entonces para el divorcio), parece demostrar que fue efectivamente un enlace por amor. Pero eso no quiere decir que no tuviera un inmediato rédito político: servía para enlazar a las dos familias más poderosas de Roma, la Julia (a la que pertenecía el joven César) y la Claudia. Y Livia supo interpretar el papel perfectamente, convirtiéndose en el símbolo de la matrona romana, virtuosa, humilde y fuerte, a la par que ejercía de influyente consejera en la sombra de su marido. La oposición perfecta a la libertina Cleopatra, la amante de Marco Antonio, el odiado rival.
Tras el suicidio de Marco Antonio y Cleopatra, nadie quedó para eclipsar el poder de Augusto. Tampoco nadie deseaba más guerras civiles, y Roma se volcó con el vencedor. Livia obtuvo las mayores distinciones, su figura se perpetuó en numerosas estatuas y prestó su rostro a las imágenes de diversas diosas. Sólo cuando se acercó el final de Augusto, en el año 14 d.C., el relato de los historiadores se enturbia. Varios la acusan de allanar el camino al imperio a su hijo Tiberio utilizando incluso el veneno para eliminar a los rivales de la dinastía Julia. Sea como fuere, cuando ella murió en el 29, Tiberio se negó a ejecutar su testamento, algo que sólo haría su bisnieto Calígula. Y fue Claudio, su nieto, el que la divinizó. Modelo de virtud o serpiente venenosa: no parece que para sus contemporáneos hubiera un término medio a la hora de describir a la mujer más poderosa de Roma.