"Eugenesia" (definida curiosamente en el diccionario de la Real Academia Española como "estudio y aplicación de las leyes biológicas de la herencia orientados al perfeccionamiento de la especie humana", sin mención alguna a las tenebrosas connotaciones con las que ha ido tiñéndose la palabra) es un término que asociamos casi inmediatamente a la imagen de los campos de concentración nazis, el Holocausto y los monstruosos experimentos del doctor Mengele. Sin embargo, no es tan conocido que la creencia en la existencia de diversas razas humanas y de que éstas podían mejorarse eliminando a los considerados como "defectuosos" estuvo muy extendida entre muchos científicos y gobiernos, incluidos los que solemos adscribir sin pestañear al bando de "los buenos".
La prestigiosa periodista científica sueca Karin Bojs acaba de publicar Mi gran familia europea (Ariel), un volumen galardonado con el August Prize, en el que, gracias a las modernas técnicas de análisis de ADN, va remontándose en el árbol genealógico de su familia hasta llegar al origen del ser humano moderno, hace 54.000 años. El cuadro que va pintando a lo largo de sus páginas se asemeja más bien al de la superficie de un mar agitado por sucesivas corrientes en el que unas culturas van sustituyendo a otras, nuevos grupos humanos irrumpen y salen del marco europeo a lo largo de los milenios, dibujando un mapa móvil que, desde luego, no parece que respalde precisamente a los amantes de la pureza racial. Sin embargo, la propia Bojs es consciente de que un uso espurio del recurso al ADN puede dar alas también a los que buscan bases pseudocientíficas para apoyar sus delirios supremacistas. Y pone el espejo retrovisor para mostrar que, desgraciadamente, no es algo nuevo: ya ocurrió con los sami, la población indígena sueca, aunque no sólo.
La aplicación simplista de los famosos descubrimientos de Mendel tuvo efectos desoladores: "En ese contexto surgieron las ideas de que la genética también podía ser una herramienta para poner orden a las sociedades humanas. No solo para la prevención de enfermedades hereditarias, sino también para erradicar la pobreza y la delincuencia. En definitiva, para mejorar la raza. Se pensó que la gente se estaba debilitando demasiado a medida que abandonaban la agricultura y se trasladaban a las ciudades. Estas corrientes de pensamiento se extendieron a casi todo el espectro político: socialdemócratas, conservadores, liberales, la Unión de Campesinos, todos tenían sus razones para defender la eugenesia, es decir, la aplicación de las leyes biológicas al perfeccionamiento de la especie humana”.
Pronto la teoría se trasladó a la acción científica y política: en 1922 se fundó en Uppsala el Instituto Estatal de Biología Racial (SIFR, por sus siglas en sueco), el primer centro del mundo destinado a investigar la eugenesia, y que sería pronto imitado por el alemán Instituto Kaiser Wilhelm de Antropología, auténtico think tank del Holocausto y con el que colaboró el mismísimo Josef Mengele. Al frente del SIRF estaba el médico Herman Lundborg, un acérrimo defensor de la llamada "antropología física", y que pretendió clasificar a toda la población sueca en categorías como "tipo germánico", "tipo sami", "tipo gitano" y "tipo vagabundo". Una de las herramientas que empleaba para ello era medir a los individuos, con especial interés por los cráneos, y para ello dedicaba largos períodos en los que iba visitando a las comunidades laponas. Pero sus intentos de demostrar que éstos eran braquicéfalos (de cráneo corto) frente a los germanos, que serían dolicocéfalos (de cráneo largo) se estrellaron una y otra vez contra la realidad.
Lundborg se jubiló a mediados de los años treinta, pero continuó su labor en Heidelberg (Alemania), en cuya universidad trabajaba el líder nazi y biólogo racial Hans F.K. Günther. Allí se volvió cada vez más antisemita, y culpó a los judíos de que el instituto, tras su marcha, hubiera abandonado la antropología física. Aunque no del todo: aún en 1947, cuando los efectos del Holocausto eran bien conocidos, la Oficina de Turismo sueca publicaba un libro sobre los lapones suecos de las montañas, que incluía un capítulo titulado Raza y carácter, donde se vertían comentarios discriminatorios y una multitud de estereotipos racistas: en un momento dado, el autor hablaba de la "astucia y codicia" de los samis, y citaba la frase de un conocido que afirmaba: "Prefiero hacer negocios con diez judíos".
El propio SIFR tardó en cambiar su nombre hasta la década de 1950, para llamarse finalmente Departamento de Genética Médica. Los sami, por motivos obvios, se resisten ahora a los genetistas que pretenden estudiarles. Y sobre todo, persiste la inquietante sensación de que, como los virus conservados en el permafrost, el mal sólo esté esperando que el clima de odio alcance temperatura suficiente para volver.