El debate histórico alrededor de la importancia relativa que debe tener en la ópera la palabra con respecto a la música constituyó una fuente de fascinación para Richard Strauss durante toda su vida. En Capriccio, ahonda en el tema valiéndose de un libreto excepcional fruto de una sugerencia de su apreciado Stefan Zweig, quien encontró una breve comedia en la British Library que serviría de inspiración para la que sería la última ópera del compositor alemán. A partir de ella surgió una historia no falta de ironía, protagonizada por una condesa –símbolo del arte– cuyos afectos se encuentran divididos entre dos pretendientes, un poeta y un compositor. ¿A quién elegir? Lo cierto es que Strauss puso especial empeño en la inteligibilidad del texto cantado y, a su vez, no escatimó recursos musicales, desplegando una paleta de armonías y texturas incomparables. Capriccio es, sin duda, una síntesis apabullante de todo lo que el músico había logrado hacer mejor en su carrera, algo de lo que él mismo fue consciente: orgulloso de su obra, rehusó la sugerencia de su libretista de embarcarse en un nuevo proyecto. Sencillamente, no vió cómo podría superarse.