Ni hecho a propósito hubiera salido así. Exactamente 24 horas después del naufragio de la investidura, constatado por Felipe VI durante dos días de consultas con los líderes políticos, el monarca entró con su amplia sonrisa habitual en el Teatro Real para presidir la solemne inauguración de la temporada. Sobre las tablas, Don Carlo, la ópera de Verdi ambientada en la corte de Felipe II, antecesor en el cargo del actual monarca hace más de cuatro siglos. Don Carlo fue uno de los títulos favoritos del compositor italiano (que revisó varias veces a lo largo de varias décadas) y el políticamente más complejo.
La casualidad hizo que Felipe VI tuviese que enfrentarse, como el resto de los asistentes, entre los que había una nutrida representación institucional (cuatro ministros y la presidenta del Congreso incluidos), a una profunda reflexión sobre la libertad para hacer lo que uno quiere, los límites del poder y los sacrificios por España. El azar hizo que la semana no pudiera ser más propicia.
Don Carlo es una ópera en la que los personajes luchan contra sí mismos y contra el mundo torturados durante tres horas largas por sus sentimientos más íntimos y su sentido del deber público. Así, Isabel de Valois ama al príncipe don Carlos, pero acaba casándose con su padre, Felipe II, para así poner fin a la guerra entre Francia y España. Felipe II elige renunciar a la soledad de su cargo convirtiendo a Rodrigo, el marqués de Posa (¿en realidad Guillermo de Orange?), en un confidente y casi un hermano, pero acaba pegándole un tiro por rebelde. Rodrigo hace del fin de la opresión española en Flandes la misión de su vida, pero termina sacrificando su vida por amor (quizás algo más que fraternal) a Don Carlos, esperando que continúe su tarea en pro del entonces territorio español.
Los límites del Rey
Felipe II se ve atrapado en las costuras de su cargo, su frustración sentimental, la forma de entender su deber y la presión de la Iglesia a través de la Inquisición. Aunque representa claramente el pasado, en contraste con el compasivo y moderno Don Carlos, Verdi le da un gran protagonismo y permite que el espectador comprenda la prudencia de lo viejo y vea en lo nuevo una aventura con altas dosis de capricho.
"Señor, sometida está a vos la mitad de la tierra; ¿Seréis, vos mismo en tan vasto imperio, el único a quien no podéis controlar?", le pregunta Rodrigo desde el cariño, intentando hacer de ángel bueno. "¡Oh, Rey, que no diga jamás de vos la Historia: 'Fue un Nerón'!", le espeta en otro momento. El Gran Inquisidor, en este caso como ángel malo, le presiona a las claras para que el monarca no caiga en las ideas herejes de la Reforma. "Pretendes sacudirte, con tu débil mano, el yugo santo que cubre a todo el orbe romano. ¡Vuelve a tu deber!", le exige.
En la ópera de Verdi, un compositor romántico, firme defensor de la libertad individual y del liberalismo político, cuya vida fue atravesada por la unificación italiana, todos los personajes son distintos, pero todos creen en algo, apasionadamente y hasta el extremo. Están dispuestos a arriesgar por sus ideales y lo que creen que pueden hacer por su país. Y, lo más importante de todo, teniendo en cuenta que son personajes de ficción (cuya base histórica es por momentos poco menos que anecdótica): son absolutamente creíbles.
De haber pasado por Zarzuela para la ronda de consultas antes que los dirigentes de PSOE, PP, Ciudadanos y Unidas Podemos, seguramente alguno hubiera podido recibir el encargo de formar Gobierno y evitar así que se repitiesen las elecciones. Y, quién sabe, con un férreo control parlamentario, quizás hubiera funcionado. De lo que claramente no discutirían sería sobre sillones de poder o el manido relato. Ironías aparte, en cada uno de ellos hay materia política y fondo como para preguntarse por qué la realidad es a veces tan escasa.
Claustrofobia
La puesta en escena de la producción de la Ópera de Fráncfort presentada en Madrid es de David McVicar, que convierte el escenario en un enorme muro y pilares de impersonal ladrillo gris que nada tienen que ver con el tiempo histórico de la trama precisamente para insistir en sus aspectos psicológicos. Se intenta así, con éxito relativo, que sea universal y válida para cualquier época. Apenas hay elementos que contextualicen la acción y la presencia de la piedra contribuye a crear un cierto sentimiento de opresión o claustrofobia que conecta muy bien con los personajes, que sí van vestidos rigurosamente de época. Se agradece que no se haya escogido una apuesta arqueológica (aquí no se reconstruye el monasterio de Yuste piedra a piedra) con elementos superfluos o que despisten, pero la ópera es larga (acabó, contando la pausa, pasada la medianoche) y la puesta en escena no contribuye precisamente a hacerla más ágil.
Un mismo decorado sirve como sepulcro de Carlos I o mesa de despacho de Felipe II, justo después de la pausa, cuando se logra uno de los momentos más íntimos y se muestra al poderoso monarca muy vulnerable, en medio de fuertes debates internos. Recuerda al impactante momento de la ajada reina Isabel de Inglaterra en la Gloriana que McVicar estrenó con gran éxito en el Real el año pasado.
La partitura es muy exigente para los cantantes y el primer reparto (hay tres, el segundo con la española Ainhoa Arteta) supera en general el examen. En él, destacó poco el dúo de amantes protagonistas, con un Marcelo Puente (Don Carlo) que comenzó inseguro y con problemas de afinación y que sólo remontó en momentos puntuales. El contraste con Luca Salsi (Rodrigo) era evidente y el barítono apabullaba en presencia en las escenas conjuntas gracias a su voz ancha y su sentido dramático. Maria Agresta (Isabel de Valois) demostró que tiene materia prima más que suficiente para el papel, aunque tampoco brilló como se esperaba. Junto a Salsi destacaron el resto de voces graves, muy privilegiadas por Verdi, con un imponente y eficaz Dmitry Belosselskiy (Felipe II) y el inquisidor Mika Kares, mientras que Ekaterina Semenchuk (princesa de Éboli) puso el toque de color, por protagonizar la escena más refrescante y también por el uso de su voz.
Nicola Luisotti, el director musical, tiene oficio e ideas e intentó acompañar el carácter psicológico de la obra afilando el carácter de la orquesta en los momentos más angustiosos e intensos. Su batuta fue dinámica y acompasada con los cantantes y la orquesta respondió con creces.
Entre los asistentes se encontraban la presidenta del Congreso, Meritxell Batet, que acompañó a los Reyes Felipe y Letizia en el palco real junto a la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso. También estuvieron los ministros Josep Borrell (Exteriores), junto a la presidenta del PSOE, Cristina Narbona, Nadia Calviño (Economía), Fernando Grande-Marlaska (Interior) y José Guirao (Cultura), así como un sinfín de representantes de la empresa, diplomacia o la cultura.