"Señora, ¡cállese!", se escuchó desde uno de los palcos. "¡No me da la gana! ¡¡Yo conozco la obra!!, respondió a pulmón lleno la voz de mujer desde el patio de butacas. La tragedia se cernía en el primer acto de Doña Francisquita como un negro nubarrón sobre el Teatro de la Zarzuela y acabó descargando con rabia enormes goterones en forma de insultos.
Algunos espectadores, de avanzada edad, habían entrado al teatro con una sonrisa y a paso lento, acompañados de sus familiares o amigos y tras una plácida merienda de domingo. Una vez dentro, cuando escucharon los primeros minutos, la cólera los hizo transfigurarse. Como si hubieran mutado en fanáticos de un equipo de fútbol dispuestos a quemar el teatro tras una derrota humillante. Hubo quien temió por su salud, no por la de los actores sino de los indignados que provocaron el motín.
"¡Qué vergüenza! ¡Que salga el director, Daniel Bianco, y dé la cara!", dijo uno, exigiendo la presencia en el escenario del director artístico del teatro. "¡Qué mierda!" "¡Qué birria!" "¡Que se calle!", le gritaron una y mil veces al actor Gonzalo de Castro, que aguantó estoicamente el chaparrón. "¡Sólo la música, sólo la música!", pedían escandalizados muchos espectadores, indignados con las frases añadidas para actualizar Doña Francisquita.
La cólera más absoluta se apoderó de un buen número de espectadores que el pasado domingo acudieron a ver Doña Francisquita, un título señero. La obra, compuesta por Amadeo Vives y estrenada en 1923, es de las más conocidas en el género y también muy completa en lo musical, cercana a una ópera cómica. Pero el nuevo montaje que el Teatro de la Zarzuela, el Gran Teatre del Liceu y la Ópera de Lausanne encargaron al prestigioso director de teatro Lluís Pascual provocó la ira. La producción se estrenó la semana pasada y desde entonces los gestos de descontento se han sucedido en casi todas las funciones, aunque el nivel de bronca va variando de unas a otras. El domingo, poco después de la hora de la siesta, el público estalló.
Una Francisquita deconstruida
¿Por qué? Doña Francisquita es una obra emblemática, un reflejo colorista de Madrid y una comedia de enredos, amoríos, galanes y pillos que se pasean por las fiestas populares y las calles más recónditas. Es realmente divertida. En lugar de eso, Pascual toma cada uno de los tres actos y lo sitúa en una época distinta: el primero transcurre en un estudio de grabación en tiempos de la Segunda República, el segundo, en un plató de televisión en pleno franquismo; y el tercero, en una sala de ensayo de 2019.
La obra no tiene continuidad, no sólo porque entre el primer acto y el tercero median 80 años, algo salvable sin esfuerzo gracias a la dramaturgia, sino porque la trama original desaparece por completo sin ser sustituida por una nueva. Doña Francisquita, la muchacha inteligente y pasional, ya no es un personaje con esos atributos sino tan solo una cantante a sueldo que podría cantar su papel o, en realidad, casi cualquier cosa.
Despojar a todos los personajes de sus características dramáticas, prescindir por completo de la trama en vez de adaptarla o reinterpretarla (lo de menos es cambiar la época) es muy arriesgado. Sobre todo si no se sustituye con nada mejor.
La producción se interroga sobre las fronteras de la zarzuela, tanto las históricas y temporales como las físicas, ya que los actores están grabando una producción para que el género triunfe por fin en el extranjero. Se pretende hacer de Doña Francisquita una zarzuela universal y eterna, que viaja por todas las épocas y en la que el espectador de cada momento puede mirarse. También se cuestiona la pertinencia del texto hablado en contraposición a las óperas que triunfan en Europa o la relación entre los creadores y el poder. Lo único que no se puede hacer, según Lluís Pascual, es lo de siempre. Porque el costumbrismo "no se sostiene" y porque el libreto de Doña Francisquita escrito por Federico Romero y Guillermo Fernández-Shaw "no tiene ni pies ni cabeza", según declaró el director de teatro.
El ser humano necesita una historia
Hay indudablemente ideas y estéticas interesantes en el trabajo de Pascual, pero una vez deconstruida la trama son muy insuficientes para sostener las casi tres horas que el público pasa en el teatro. Las explicaciones sobre lo que se supone que pasaba en la zarzuela son introducidas con calzador y sin éxito.
El espectador y, en realidad, el ser humano, quiere (¡necesita!) que le cuenten una historia en la que pueda involucrarse personalmente. El teatro no es un disco, pero Doña Francisquita se queda en una especie de gala musical, en una sucesión de números mejor o peor puestos en escena con unos diálogos intercalados que son, en su mayoría, bastante prescindibles. Cuando no critican la obra original por antigua (...), caen en gracietas y tópicos aún más antiguos.
Por ese motivo no es de extrañar que la más aplaudida sea Lucero Tena, la mítica bailarina que sale a tocar las castañuelas con maestría en el célebre fandango del tercer acto. No se trata de una actriz sino de la bailaora de carne y hueso (aquí su perfil en la Wikipedia para los espectadores más jóvenes), incrustada en el espectáculo para el breve regocijo del público. Algo va mal cuando lo único aplaudido con ganas es un cameo que precisamente rompe la concepción dramática, ya de por sí maltrecha.
Por cierto: Lucero Tena es de las pocas que mantiene el tempo sin que el director musical, Oliver Díaz, tenga que bracear para que le haga caso en sus indicaciones. Una que tiene oficio. A la Orquesta de la Comunidad de Madrid (ORCAM) se le notan las costuras con una zarzuela que requiere de los músicos más actitud e implicación que los sencillos acompañamientos a los que se reducen otras. El segundo reparto de cantantes, que actuó el domingo de la discordia, también va bastante justito en general. Espectadores que han visto el primero dicen que la diferencia es notable entre los dos en favor del primer elenco.
La verdadera reflexión, sobre el propio público
Esta Doña Francisquita de alegres melodías y sonoros abucheos consigue una reflexión que quizás era la única no buscada por Pascual: la que cuestiona al propio público que paga sus entradas. Para empezar, por la absoluta falta de respeto a los creadores y a los artistas al interrumpir la obra continuamente en vez de abandonar la sala o esperar al final. La discrepancia dudosamente da derecho al boicot, aunque sólo sea por educación.
Por otra parte, ¿por qué pataleaban de verdad los espectadores? ¿Porque Doña Francisquita naufragaba en su propuesta dramática o porque no era una producción de ‘las de toda la vida'? ¿A eso se refería la señora que no quería callarse porque ella co-no-cí-a la obra? ¿Hubieran aceptado otra Doña Francisquita arriesgada, pero que se saliese del tópico con mayor fortuna?
He aquí una de las preguntas que se ciernen sobre el teatro, ya no como un nubarrón que descarga insultos de vez en cuando, sino como la silenciosa amenaza de un implacable cambio climático.
O la zarzuela se actualiza y se repiensa, o corre el riesgo de desaparecer a medida que mueran algunos de sus espectadores, en su mayoría de edad avanzada. Pero o se actualiza con propuestas exitosas o corre el riesgo de no gustar ni a ese público soñado ni al actual, que ahora nutre el patio de butacas. Arriesgar está bien, pero es muy conveniente acertar para que la heroicidad no sea de cartón piedra, como el decorado.
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