"Cuatro hombres, cuatro opiniones; si habláramos con doscientos, doscientos partidos, todos con sus ministros diversos. Sería pues necesario, para estar todos contentos, que hubiera en cada familia un ministro por lo menos".
Lamparilla, protagonista de El barberillo de Lavapiés, se pasea con una sonrisa burlona por el escenario del Teatro de la Zarzuela. No está muy claro si con su frase se refiere al intercambio de ministerios de Albert Rivera y Pablo Casado (yo te nombro de Universidades, tú a mí de Exteriores), a las exigencias de Pablo Iglesias de ocupar Interior o en general a la fragmentación de los partidos que ha llevado al espacio de Podemos a presentarse con hasta tres candidaturas a las elecciones a la Comunidad de Madrid.
Lamparilla vale para todo y para todas las épocas, especialmente para aquellas en las que la política lo ocupa casi todo, como la actual. "Como en España nací, la política me apremia, y como es una epidemia, ¡también me ha cogido a mí!", lamenta el más mordaz de los barberos, con perdón de el de Sevilla.
El barberillo de Lavapiés, con música de Barbieri y libreto de Luis Mariano de Larra (hijo del famoso periodista), se estrenó en 1874 en el Teatro de la Zarzuela, donde estos días triunfa colgando el cartel de "localidades agotadas" casi cada noche. Nunca falla, es uno de los clásicos del género. El director de escena Alfredo Sanzol (recientemente nombrado director del Centro Dramático Nacional) la aligera y desnuda para dar todo el protagonismo a la música, que José Miguel Pérez-Sierra dirige con brío y carácter.
El barberillo puede verse una y otra vez. Siempre arranca una sonrisa y levanta el espíritu con esa picardía castiza, ese retrato costumbrista, esas conspiraciones de baja intensidad y esa inmisericorde crítica al poder y a los políticos. Es como Cantando bajo la lluvia, la película que los hijos de Antonio Mercero le ponían a su padre, aquejado por alzheimer, al descubrir que no importaba las veces que la viera porque siempre la disfrutaba como si fuese la primera. Mejor que cualquier musical, la zarzuela encadena escenas alegres y vitalistas, una detrás de otra.
Contra el fatalismo, picaresca
En el barberillo es protagonista, sobre todo, el pueblo, enredado por sus políticos, pero no manipulable por éstos. Unos están con Grimaldi, otros con Floridablanca, otros con Esquilache y otros con el Conde de Aranda. Poco importa porque, en realidad, Lavapiés está consigo mismo, conformándose con divertirse para encajar su pesimismo sobre el destino del país.
Los políticos conspiran discretamente por el poder, pero el gentío es más listo y se da perfecta cuenta, desdramatizando como terapia, riendo por no llorar. Cabe preguntarse si, en 2019, es el hombre medio en realidad mucho más inteligente que lo que los políticos creen cuando esconden sus pactos poselectorales o exageran hasta la caricatura los defectos del contrario.
"España es una friolera", dice Lamparilla, personaje sobre el que recae toda la crítica a la casta. "¡Que la dejemos en paz, eso es lo que ella quisiera! ¡Desde que pobres y ricos, sacerdotes y seglares, paisanos y militares; nombres grandes y hombres chicos, con planes é ideas raras, y reformistas haciéndonos, estamos siempre metiéndonos en camisa de once varas! ¡Está la patria en un tris! Con mucho menos hablar y mucho más trabajar se salvará el país!", dice Lamparilla.
"Los mismos perros con diferentes collares"
En el barberillo late la antipolítica, el hartazgo de los que llevan las riendas del sistema, ya hablemos de Podemos en 2014 o de Vox en 2019, aunque ambas fuerzas sean de muy distinta naturaleza. "¡Ay, señora, qué ilusión creer que porque ha cambiado el secretario de Estado será feliz la nación! Aunque suban a millares a enmendar pasados hierros, siempre son los mismos perros con diferentes collares", se lamenta el barbero. "Dicen que el rey solo gusta de cazar liebres y ciervos, mientras cazan los ministros pensiones y sobresueldos", dice en otro momento. ¿Carlos III o Juan Carlos I?
La Orquesta de la Comunidad de Madrid (ORCAM), acompañada por una rondalla para las seguidillas, está ágil gracias al vibrante ritmo que marca su director y pese a las fuertes resistencias entre algunos de los músicos y cantantes, que insisten en frenar el tempo. Barbieri, ese productor de éxitos (las "canciones del verano" de la época) requiere chispa, como entiende bien Pérez-Sierra, inflexible con el compás.
Sanzol diseña un Lavapiés entre paneles negros que simulan las callejuelas del barrio y da al escenario un aire de sala de ensayo, neutro y sobrio. Sólo el vestuario mete al espectador en el contexto histórico. La danza es ágil y moderna. La apuesta de Sanzol no asume riesgos, pero tampoco molesta. Lo fía todo a la música y a la dirección de actores, valores seguros.
Piensa mal y acertarás
Los dos repartos funcionan gracias a las actuaciones del personaje estrella. Borja Quiza y David Oller son dos Lamparilla con distintos matices, pero ambos muy sólidos. El primero más cómico, el segundo más elegante. Los dos se hacen con el público, que los ovaciona en los saludos mientras la orquesta sigue tocando una de las últimas melodías. Cristina Faus destaca como Paloma frente a una Ana Cristina Marco quizás demasiado oscura para el papel.
En el barberillo también hay espacio para la crítica al teatro de la época, alguna referencia a la concentración urbana ("¡me tragué las escaleras con tanta velocidad como se traga Madrid diez pueblos para almorzar!"), un retrato despiadado de la forma de hablar de las clases bajas y hasta algunas frases que bien podrían retratar el espíritu de los periodistas o, a secas, del cinismo más pícaro.
El momento llega cuando le preguntan a Lamparilla por su ideología: "¡Una tengo! Ser enemigo siempre implacable del Gobierno, sea el que sea. Así gano amigos, fortuna y crédito. Como no manda más que uno, y ese… no por mucho tiempo, los restantes españoles son de mi partido; y luego, como en eso de ministros está averiado el género, y aquel que no es tonto es malo, y aquel que no es malo es pésimo; en hablando mal de todos, pero muy mal… siempre acierto".