Los museos son lugares maravillosos donde compartimos nuestra experiencia con un desconocido, aunque no queramos. A punto de creer en el paraíso como bálsamo de paz y amabilidad ves esa cola infinita para entrar. Una vez allí, tienes la oportunidad de disfrutar del ruido, las apreturas, los codazos, los pelotones de japoneses, los gritos y los chistes de unas nalgas de Rubens. Es el paraíso, qué esperabas, te preguntas cargado de reproche.
Algunos dicen que los museos se han convertido en una experiencia elitista, lo dicen porque nunca han estado en uno. El museo es el nuevo paraíso del pueblo y la tienda su capilla en la tierra. Hace siglos la Iglesia pagaba las facturas del arte a cambio de culturizar al vecino, o sea, convertirlo al culto. Gracias a dios, el culto se ha mantenido, aunque la Iglesia ya no pinte nada en el fin de mes del arte. Es más, el culto ha crecido, se ha multiplicado y está disparado en las miles de capillas repartidas por todo el mundo.
Aquí, en el periódico, están empeñados en convencerme de que el neoliberalismo, perdón, la democracia de mercado, son los padres. Ellos bla bla bla, mientras acaricio en mi bolsillo la textura de goma de mi oreja, su llavero. Mi llavero, su oreja. La de Van Gogh, a la que rezo desde que se cruzó en mi camino hace dos veranos, envuelta en un packaging divino, en la macrotienda del Museo Van Gogh de Ámsterdam. Es roja, fluorescente en la oscuridad y no se pierde. Podría decirse que la amo, como amo la democracia de mercado. Tengo un pedazo de Van Gogh en mi puto bolsillo y pienso en la maravillosa maquinaria kitsch que ha descuartizado los restos del mito para ponerlos ahí por un módico precio, y sin rastro de culpa.
El merchandising es un profeta que ha devuelto la creencia en los poderes, hechizos y maleficios de la imagen. Vamos, que gracias a la idolatría de baratija, el arte vuelve a encantarnos y paga las cuentas de los museos. Podemos tener una vajilla para las visitas con un estampado de almendros en flor por 20 euros o una carcasa para el Iphone con los girasoles por la mitad. Yo me llevé la oreja de Van Gogh por 5,50.