Intentar equilibrar una carrera profesional como rapero, con la atención mediática de una estrella de Hollywood, y el escrutinio de quien durante años se paseó por las televisiones de medio mundo, es harto complicado. Combinar los tres frentes en una sola persona, y compaginarlo con una vida familiar, resultaría imposible para la mayoría. En Will (Zenith), el actor estadounidense, Will Smith, une esfuerzos con el escritor Mark Manson para recomponer el relato de una vida bajo el foco continuo de la fama y sus consecuencias.
"Cuando tenía nueve años, vi cómo mi padre le daba un puñetazo a mi madre en la sien con tanta fuerza que se desplomó. La vi escupir sangre. Ese momento en ese dormitorio ha definido lo que soy ahora", confiesa en las primeras páginas del libro el actor. Criado en el conflictivo oeste de Filadelfia, hijo de un próspero vendedor de calefactores de queroseno que pronto acabó abriendo su propia fábrica.
La vida de Smith fue más tranquila que la de muchos de los raperos con los que compartió escenarios durante sus primeros años como rapero. Algo que terminó por pesarle en su conciencia: "Yo no era un macarra ni trapicheaba con drogas. Crecí en una bonita calle y en una casa con mis dos padres".
Sin embargo, su infancia estuvo marcada por la constante violencia del patriarca familiar. Las palizas compartidas con sus hermanos y las agresiones a su madre dejaron una terrible huella en la memoria de Smith. Cuando la crítica le tachó como "blandito", "hortera" o "cursi", Smith recordaría la sensación de "cobardía" que se apoderó de él cuando su madre recibía los golpes del cabeza de familia: "Yo era la única posibilidad que tenía de recibir ayuda. Y, sin embargo, no hice nada".
Del deseo de desviar la atención de lo más oscuro de su memoria llegó la intención de hacer reír a los demás e intentar acallar sus propios demonios. Rodeado de chicos blancos en el instituto con los que nunca terminó de intimar, separado por una barrera racial y cultural insalvable. Sin relacionarse tampoco con sus vecinos, su adolescencia discurrió con la sensación constante de no encajar en ningún lado: "En el colegio católico, no importaba lo bien hablado o lo inteligente que fuera, seguía siendo el niño negro".
En el humor y la actuación, Will encontró una suerte de seguro frente a las críticas. "Mientras fuera 'el gracioso' ya no sería únicamente 'el negro'". En esta misma época se obsesionó con las "familias ideales" que veía en la televisión, muy alejadas de lo que ocurría a sus espaldas. Un mundo en el que acabaría dejando una impronta imborrable una década después.
Años de exceso
Con una carrera como rapero en ciernes, acompañado de Dj Jazzy Jeff —quien interpretaría a Jazz en El Príncipe de Bel-Air—, los planes de estudios quedaron pospuestos hasta nuevo aviso. Fue mientras trabajaba en la fábrica de hielo de su padre, cargando el contenido en bolsas a paladas, escuchando la radio y sopesando la inseguridad que una carrera artística traería a su vida.
Mientras hundía la herramienta en los bloques helados, escuchaba a RUM-DMC y Beastie Boys, grupos que acaparaban las listas de éxitos del hiphop de finales de los ochenta. Fue en ese momento cuando escuchó por primera vez su propia música en la radio, el principio de un ascenso meteórico que ya no se detendría y que también traería terribles consecuencias.
La decepción se convirtió en el combustible del abuso del alcohol, las drogas y el sexo, con una seria adicción a este último que confiesa en las páginas de esta autobiografía. Smith rememora con amargura la infidelidad de su primera novia, con la que el actor pensaba que acabaría casado y la profunda herida que causó en el persistente sentimiento de inferioridad que empezó a desarrollar en la niñez.
A la alienación personal se le sumaron años de excesos y malas compañías: "Cuando acabas de ganar tu primer millón de dólares, las únicas personas que pueden permitirse pasar el rato contigo son otros raperos, deportistas profesionales o traficantes de drogas. Yo elegí a los traficantes".
El nacimiento del príncipe
El fracaso del tercer álbum del dúo, And in this corner..., no impidió que accediese a la jetset que giraba en torno a Arsenio Hall, el presentador de uno de los Late Nights más populares de la década de los 90. A través de él, Smith conoció a Quincy Jones quien le propuso una idea para un nuevo programa de televisión, uno que llevaría su nombre en los carteles de título.
Fue durante la fiesta de cumpleaños del legendario productor, con un borrador del programa piloto leído frente a los cientos de asistentes que abarrotaban la casa de Jones, donde se obró el milagro. Un éxito, contra todo pronóstico, que se saldó con un acuerdo preliminar, redactado en ese mismo instante y que terminaría por convertirle en una superestrella.
En cuestión de meses la producción empezó a rodar. Smith encontró una pasión desconocida por la actuación, que le llevaba mucho más allá de los límites artísticos que la música le imponía. El Príncipe de Bel-Air se convirtió en un éxito instantáneo de audiencia, cosechando en sus primeras semanas los mejores resultados de la temporada.
Tres años después de su estreno, llegaron los dos primeros papeles en películas. Durante la grabación de Seis grados de separación, el actor sintió por primera vez los estragos del personaje, la incapacidad para reconectar con el protagonista de la serie de televisión y su propia vida. Al tiempo que su estatus como empezaba a ser reconocido entre la crítica y el público, su matrimonio se disolvió en la vorágine de irrealidad y desconexión a la que la fama le había inducido.
Con Dos policías rebeldes, la carrera cinematográfica de Smith terminó por despegar. La química en pantalla con Martin Lawrence arrojó unos resultados de taquilla impresionantes. El guion fue reelaborado desde el principio junto con Michael Bay, adaptándolo al perifil de sus dos nuevos protagonistas, imprimiendo una personalidad que convertiría al actor en toda una personalidad del mundo de Hollywood.
La siguiente década le pertenecería por completo: Independence Day, Men in Black, Wild Wild West o Hitch, terminaron por sellar su auge definitivo. Durante esta época llegaron Jaden y Willow, sus dos hijos junto a la actriz Jada Pinkett, aquellos que habrían de seguir sus pasos en el terreno de la música y la actuación en los años siguientes.
La pesadilla de Ícaro
Convertido en el artista más rentable de Hollywood, la "pesadilla brutal y recurrente de perderlo todo" se apoderó de la imaginación del intérprete. Fueron años agridulces, intentando lidiar con el éxito de sus películas, su imagen pública y la vida familiar. Una "obsesión insaciable por rellenar un vacío emocional con logros materiales externos". En ese anhelo constante la infelicidad se materializó en la vida del actor, quien compara esta etapa a la del mito de Ícaro. Siempre temeroso de volar demasiado cerca del sol, de perderlo todo.
Intentando alcanzar la felicidad personal a través de cada taquillazo, el resentimiento familiar acabó apareciendo. Smith aprovecha los últimos capítulos de su autobiografía para lamentarse de las críticas que After Earth generó sobre su propio hijo, una experiencia en la que no veló por la seguridad del joven frente a un público que le devoró en cuanto tuvo la más mínima oportunidad.
La psicóloga Michaela Boehm se encargó durante años de recomponer junto al actor los pedazos de todas y cada una de las personalidades que conformaban a la superestrella de Hollywood, el padre de familia y el niño cobarde. Todas y cada una de las facetas que convergen en la persona de Will, quien mira directamente desde las tapas de una autobiografía cargada de honestidad, y que habría resultado imposible sin la guía de Boehm durante dichas sesiones.
"Cuando entiendes la conclusión emocional, filosófica y moral de la película, puedes modelar mejor todo lo que ha de llevar hasta ahí. Comprender el argumento". En ese esfuerzo por obtener conclusiones, imágenes concretas con las que recomponer su vida personal, el actor de Hollywood es capaz de aproximarse de nuevo a su público, huyendo de los personajes que habitan todavía en nuestra retina para confesar sus verdaderos miedos.